La felicidad debe estar por aquí

Martes, 3 de junio de 2014

¡Y dale con la felicidad! No hay semana que no salga un libro que gravita sobre el tema. No hay día que no suene una canción (o decenas de ellas) sobre la felicidad. La moneda de cambio de la economía emocional de las personas. Una moneda frágil, no tanto como el euro, que pasa de mano en mano, de corazón en corazón, de ánimo en ánimo. Va y viene sin parar. Es caprichosa como el clima. Sigue sus propias leyes y es escurridiza como un pez en el agua. A la que crees que puedes cogerla con las manos, tocarla un poco, ¡ziip!, se escapa. Así todo el rato. El músico argentino Ariel Rot la define bien en su canción Felicidad: «Es una golosina, demasiado fina para algún paladar. Felicidad odia las despedidas, un día te despiertas y ella ya no está». Me gusta esa canción. Me recuerda un título que apunté en una de esas libretas que luego no consulto. «La felicidad tiene que estar por aquí», anoté. Era para un monólogo teatral que giraba precisamente alrededor de esa idea tan generalizada, tan comercial: la obsesión, la moda, la obligación de ser felices a toda costa. Como si nos obligaran a serlo para así  calmarnos y seguir metiéndonosla con calzador. La felicidad como droga anestesiante, no como objetivo de una vida normal y mentalmente sana. Tengo esa sospecha. Pero, bueno, no me hagan mucho caso. Últimamente sospecho de todo. Dice María Jesús Álava, autora de Las tres claves de la felicidad (otro libro), que «la mayoría de la gente miente cuando les preguntan. Dicen que son felices pero desconocen las claves. Todo el mundo quiere ser feliz, pero no nos han enseñado a serlo».

Buscamos el rastro, el aroma de la felicidad, y muchas veces la música es la mejor opción. Como ya sabrán, el himno actual se llama «Happy» y lo canta Pharrell Williams, el hombre del sombrero imposible, el ritmo pegadizo y un mal de San Vito que le impide quedarse quieto. Anda y canta todo el rato. No parece muy contento, pero no deja de repetir «Happy», así que nos sirve, aunque luego por nuestro nivel de inglés ya no sabemos qué más dice. El muchacho lleva más de doscientos cincuenta millones de reproducciones en YouTube, que se dice pronto. Eso es pasta, por cierto. Todo el mundo la tararea, todo el mundo la baila, todo el mundo quiere grabarse en vídeo (solo hace falta un teléfono, un amigo o conocido y nada de vergüenza). Es un tema sobre la felicidad, así que lleva implícita una especie de licencia para desmelenarse. No importa si no lo haces bien porque ¡te pone feliz y es gratis! Todo el mundo quiere hacerlo, pero no todo el mundo puede, claro. En Irán, por ejemplo, detuvieron a seis jóvenes por la osadía de grabar un videoclip casero con más voluntad que otra cosa. Irán es Irán, y la ley islámica habla muy claro sobre el velo y las mujeres. Que se lo digan a Ana Pastor cuando entrevistó al presidente del país (el de verdad, no Joaquín Reyes). Armó un buen revuelo mientras el pañuelo iba cayendo accidentalmente por su nuca. Eso, y que repreguntó, cosa que saca de quicio a los totalitarios, tan obsesionados en transmitir un discurso sin fisuras.

Volviendo al «Happy», el jefe de la policía, un señor con el que no te irías de cañas, sostiene que el clip era vulgar, y que, sobre todo, «hace daño a la castidad pública». Lo he vuelto a mirar varias veces y en serio que no veo cómo afecta a la castidad. En realidad, la castidad, como la felicidad, es otro término abstracto: en este caso desprende un tufo rancio y medieval de esos que tiran de espaldas. C-a-s-t-i-d-a-d. Se montó una bronca global en las redes, el mundo volvió a mirar (mal) hacia Irán. No en vano, son unos de los malos oficiales del planeta. El propio Williams dijo que «es algo más que triste que estos chicos hayan sido arrestados por difundir alegría». Quién sabe si por la presión general, las autoridades pusieron en libertad a los jóvenes, pero retuvieron a su director. Después del patético incidente, me quedo con una frase de la periodista iraní Goinaz Esfandiari: «Irán es un país donde ser feliz es un crimen». ¡Joder! Con lo que cuesta ser feliz y que encima esté penado. ¡Lo que nos faltaba! No sé ustedes, pero yo sigo apostado en la trinchera de mi propio carácter, esperando a que pase la felicidad para trincarla. Estoy en alerta. Y no soy el único. Soraya Saénz de Santamaría dijo la semana pasada en un acto público que ve más alegría en la calle, que lo peor ha pasado. Estoy por ir a vivir a su calle (ojo, no es escrache) para intentar ser happy. A lo mejor la convenzo para que grabemos un vídeo. Lo petábamos fijo.

«El Berenjenal» en Interviú.