Cada noche, antes de dormir, dibujo una cara en una libreta. Sí, manías mías. La última y sin preverlo, resultó ser Berto. Simplemente apareció. Muchas horas juntos supongo.
Samanté para él. En su cara, claro.
Cada noche, antes de dormir, dibujo una cara en una libreta. Sí, manías mías. La última y sin preverlo, resultó ser Berto. Simplemente apareció. Muchas horas juntos supongo.
Samanté para él. En su cara, claro.
Una joven seguidora del ‘Nadie’ me enseña su tattoo. «He pasado una mala época y me habéis ayudado. Escuchaba el Nadie a todas horas».
La broma entra por la piel y ahí se queda. La prueba de que, a pesar de todo, podemos ser felices.
Barcelona, estudios de la cadena SER. Ahí estaba la gente o una representación de ella. Treinta y cinco personas acudieron de público para el inicio de la temporada de Nadie Sabe Nada.
Por primera vez en diecinueve meses volvíamos a sentirnos acompañados, reídos y sobre todo queridos. El primer aplauso fue especial. Largo y relleno de cariño. En verdad nos lo dábamos todos a todos. De esos aplausos que dicen «aquí estamos otra vez. Hemos resistido, vamos a intentar volver a ser algo parecido a lo que siempre hemos sido».
Y el programa voló como un avión de papel. El aliento era la presencia de ese público fiel, afín y cómplice para el que da gusto trabajar. Ojalá el pasado más reciente quede atrás como una mala pesadilla y la comedia siga siendo el quitanieves que necesitamos.