Maldita muerte

Miércoles, 1 de abril de 2015

Ya está la maldita muerte arañándonos el alma otra vez. Sin piedad y por sorpresa, como solo ella sabe hacer. Intuimos que está ahí, al acecho, pero tratamos de ignorarla, de hacer nuestra vida como si nada. Ese sería, por cierto, el acto supremo de supervivencia: vivir ignorando que todo se acaba algún día. Pero ella siempre gana, a veces injustamente, precipitadamente, haciendo trampas. En la última semana, un avión de pasajeros se estrelló en los Alpes y toda nuestra fragilidad y nuestra pena se pusieron en evidencia. Una triste evidencia. «Estamos aquí, donde no queremos estar», decía una periodista. Voces serias, datos espeluznantes, muchas imágenes, alguna conjetura, pero sobre todo vidas truncadas. Silencio y una sola palabra que salía de nuestras bocas al ver las noticias: «¡Joder!». También fue un reto para los periodistas: el de contar lo sucedido sin hurgar en el morbo, respetando a la gente, a las familias, al propio hecho noticiable y no sus alrededores escabrosos. Diría que lo consiguieron, salvo algunas y previsibles excepciones.

Por una maldita casualidad, yo me encontraba presentando un festival teatral de comedia que inauguramos el próximo verano en Portaferrada. Se llamará Singlot. ¿Se puede reír en un día negro? No, claro. Solo se puede mostrar respeto y echar mano de un tópico tan manido como real a pesar de todo: «La vida continúa». Porque es verdad aunque no lo parezca. Luego, por la noche, mostramos nuestra solidaridad en el primer minuto, el público aplaudió (era su homenaje) y nos pusimos al lío. Es difícil, pero hay que hacerlo. Horas antes, un zarpazo de mezquindad arañó las redes. Algunos impresentables se alegraban en Twitter de que los desaparecidos fueran catalanes. La cara más oscura del ser humano. Ahí sí tiene que entrar la Justicia a saco. O se sanciona el exabrupto ofensivo sin que se pueda confundir esa intervención con censura, o se están dando alas a los desalmados. No nos lo merecemos. Por deleznable que fuera, no pudieron empañar una jornada de duelo y de sensibilidad a flor de piel. Y cuando estábamos digiriendo eso (si es que se puede), nos enteramos de la muerte de Pedro Reyes.

Un hombre que nunca debería morir
Así lo pensé. «Hay gente que nunca debería marcharse. Pedro era uno de ellos». El surrealista irreductible, la locura con patas, el payaso moderno que vivía y trabajaba al margen de todas las corrientes Era un género en sí mismo, un placer de compañero. Tuvimos la suerte de trabajar con él hace un tiempo. Le propuse una aparición semanal en nuestro programa. Hablaríamos sin guion previo, algo que me chifla y que solo puedes practicar con los más grandes porque de lo contrario es un camino de piedras. Lo llamaríamos «La entrevista más larga y rara del mundo». Aceptó, por supuesto. Sabía tirarse a las piscinas sin comprobar si había agua. Como hacen los buenos, los que a mí me gustan. Recuerdo la sonrisa que se me ponía en la cara la noche que sabía que Pedro venía. Me reía antes de empezar. (Ahí tienen un identificador de cómico brillante). Y siempre estaba a la altura. Soltaba sus tesis delirantes, sus interpretaciones sesgadas y rocambolescas de las cosas. Diversión en estado puro. Un niño con bigote. Siempre iba por una carretera secundaria del humor, lejos de lo previsible, algo que imagino le provocaba urticaria. Aquellas noches fueron memorables. Me quedé con las ganas de unir todas las charlas y tener como resultado una larga conversación de besugos televisada. Quizás sea el momento de hacerlo, porque todo homenaje, todo recuerdo, será poco.

No hace falta recordar (o sí) lo necesarias que son personas como Pedro Reyes en nuestro mundo actual. Gente luminosa y de colores que rompe la grisácea realidad, la seriedad, la impostura, el orden establecido. Es tan necesaria su aportación como grande el hueco que deja al irse. ¡Joder! Otra vez «¡joder!». Sí, ya sé que la vida es así y todo eso, pero ahora estoy de mal humor. Y eso es lo peor que le puede pasar un cómico. Tengo más cosas que contar, pero… nada luce, nada tiene sentido. Ya, si eso, otra semana, que encima será Santa. Como si eso pudiera arreglar la crueldad del mundo.

«Memorias en diferido» en Interviú

Como comportarse ante la tragedia

Jueves, 5 de septiembre de 2013

La tragedia es ese manto oscuro, una cortina translúcida de tristeza que llega sin avisar y transforma la vida, lo cambia todo. La tragedia es la expresión más radical del dolor colectivo que anula la alegría (se diría que la ahoga) y nos pone ese nudo en el estómago, nos recuerda nuestra fragilidad, nuestra vulnerabilidad. No nos merecemos la tragedia. Nadie se la merece, y cuando aparece, araña nuestra alma con sus garras y no sabemos qué hacer. Nos desenfoca, nos distorsiona, nos altera… La maldita curva a cuatro kilómetros de Santiago se ha convertido en el epicentro de esa tragedia indeseada.

Alguien me decía por Twitter: «Cada día hay cientos de tragedias en el mundo». Sí, vale, pero el ser humano no puede gestionar tanto dolor y es normal que le afecten las más cercanas y piense: «Podía haber sido yo». Esa diabólica lotería. Como también es normal que se busquen explicaciones en este mundo actual tan inmediato e interconectado. «¿Por qué corría tanto ese tren en una zona limitada?». En las mismas redes aparecieron mensajes de sensatez. «No al linchamiento del maquinista». «No al juicio prematuro y sin toda la información». Estoy de acuerdo y me parece un signo de madurez social que se expresara todo eso y que se hiciera todavía con las ambulancias yendo y viniendo.
Así lo pensé.

Ahora creo que quizás me equivoque retwiteando una información donde se publicaban fotos y comentarios sobre el gozo de la velocidad en Facebook, por parte del mismo maquinista meses atrás. Una página que se borró tras el suceso. Confieso que no había ningún ánimo de linchamiento. Yo no soy así, ni la mayoría de la gente es así. Tampoco creo que el diario en cuestión lo pretendiera. Se trataba, se trata, de buscar esas explicaciones, de explicar lo inexplicable. «¿Por qué corría tanto ese tren?». Como si la explicación calmara el dolor, cosa que no es cierta, pero, insisto, está en nuestra condición humana. Todo volverá a una normalidad, pero no sirve esa palabra. Normalidad. Ya nada será normal para cientos de personas. Por el respeto a las víctimas, además de nuestro apoyo, quizás podríamos revisar cómo nos comportamos ante las tragedias. Todos: ciudadanos, periodistas, políticos… Todos.

«El Berenjenal» en Interviú.

Cómo comportarse ante la tragedia

Jueves, 1 de agosto de 2013

La tragedia es ese manto oscuro, una cortina translúcida de tristeza que llega sin avisar y transforma la vida, lo cambia todo. La tragedia es la expresión más radical del dolor colectivo que anula la alegría (se diría que la ahoga) y nos pone ese nudo en el estómago, nos recuerda nuestra fragilidad, nuestra vulnerabilidad. No nos merecemos la tragedia. Nadie se la merece, y cuando aparece, araña nuestra alma con sus garras y no sabemos qué hacer. Nos desenfoca, nos distorsiona, nos altera… La maldita curva a cuatro kilómetros de Santiago se ha convertido en el epicentro de esa tragedia indeseada. Alguien me decía por Twitter: «Cada día hay cientos de tragedias en el mundo». Sí, vale, pero el ser humano no puede gestionar tanto dolor y es normal que le afecten las más cercanas y piense: «Podía haber sido yo». Esa diabólica lotería. Como también es normal que se busquen explicaciones en este mundo actual tan inmediato e interconectado. «¿Por qué corría tanto ese tren en una zona limitada?». En las mismas redes aparecieron mensajes de sensatez. «No al linchamiento del maquinista». «No al juicio prematuro y sin toda la información». Estoy de acuerdo y me parece un signo de madurez social que se expresara todo eso y que se hiciera todavía con las ambulancias yendo y viniendo.

Así lo pensé. Ahora creo que quizás me equivoque re tuiteando una información donde se publicaban fotos y comentarios sobre el gozo de la velocidad en Facebook, por parte del mismo maquinista meses atrás. Una página que se borró tras el suceso. Confieso que no había ningún ánimo de linchamiento. Yo no soy así, ni la mayoría de la gente es así. Tampoco creo que el diario en cuestión lo pretendiera. Se trataba, se trata, de buscar esas explicaciones, de explicar lo inexplicable. «¿Por qué corría tanto ese tren?». Como si la explicación calmara el dolor, cosa que no es cierta, pero, insisto, está en nuestra condición humana. Todo volverá a una normalidad, pero no sirve esa palabra. Normalidad. Ya nada será normal para cientos de personas. Por el respeto a las víctimas, además de nuestro apoyo, quizás podríamos revisar cómo nos comportamos ante las tragedias. Todos: ciudadanos, periodistas, políticos… Todos.

«El Berenjenal» en Interviú.