Todos somos inmigrantes

Domingo, 30 de marzo de 2014

Hubo un tiempo en el que los acomodados habitantes del mal denominado primer mundo considerábamos la inmigración como algo que les pasaba a los otros. Bastaba con cambiar de canal para olvidar el tema. Como si al apretar el botón del mando a distancia desconectáramos también nuestra caprichosa conciencia. Está técnica (muy parecida a la del avestruz) servía para huir de todas las desgracias en general y así quedarnos en nuestra sopa boba de falso bienestar. «Hay que ver qué mal está todo, ¿no? A ver, ponme otro gin-tónic«. Pero yo creo que eso era antes, porque las cosas han cambiado. Tengo la impresión de que la gente, ahora, es más lista, más sensible y está mejor informada. Todo es más crudo, más real. Quieren aborregarnos, eso es cierto, pero algo está fallando en el sistema operativo que quiere controlar nuestras cabezas. Ahora vemos una desgracia y queremos saber qué o quién la ha causado y cómo van a solucionarlo, porque hay noticias que escuecen el alma de la sociedad. Una sociedad que en los últimos años le ha visto las orejas al lobo del capitalismo, y en el peor de los casos ha sufrido sus consecuencias. Así pues, el dolor y la necesidad ajena ya no nos parecen algo tan lejano. Es cierto que aprendemos a hostias, pero bienvenido sea el cambio. Ya no se puede mirar hacia otro lado sin que se te caiga un poco la cara de vergüenza. Como mínimo, quieres saber la verdad y que no te venga el ministro de turno con milongas. El dramático caso de la inmigración está subrayando en rojo todo eso. Los muertos en Ceuta, la escalada de esos hombres sin futuro por la valla de la vergüenza nos ponen un espejo delante, y lo que vemos no nos gusta nada. Los responsables políticos lo traducen y lo pervierten todo con ese lenguaje escapista y ambiguo que no reconoce errores, ignorando el sufrimiento real de la gente. Eso también da vergüenza. Mucha. Pero el éxodo continúa porque el deseo de una vida mejor, o simplemente una vida, es la energía más poderosa que existe. No hay bala de goma que la pueda destruir.

La otra noche vino Carlos Iglesias al programa. Acaba de estrenar «2 francos 40 pesetas», donde sigue explicando su experiencia personal ambientada en los años sesenta en Suiza. «Cuando hice la primera parte, tenía que esforzarme para explicar que hace años nosotros éramos los inmigrantes. Para esta segunda parte ya no hace falta explicarlo, la gente está viendo cómo muchos se ven obligados a irse de España para ganarse la vida». Ahí lo tienen: todos somos inmigrantes. Otra vez. En mi propia familia, durante aquellos penosos años sesenta, también hubo algunos que emigraron, en este caso a Alemania. Se marchaban llorando, volvían llorando. Desarraigados permanentes que llevaban la inadaptación en la mirada. Tendemos a diferenciar nuestros emigrantes de los que ahora quieren entrar en Europa desde África. A estos los vemos como sombras en la noche. Hombres sin equipaje y sin nombre. Una estadística. Pero no nos engañemos, son la misma persona. Y aun así nos inventamos excusas para cerrarles el paso o sembrar de cuchillas las malditas vallas. Europa tiene otro problema más. Estaría bien que en las próximas elecciones se tomaran en serio de una vez por todas este tema. Estaría bien que dejaran por un momento de hablar de dinero y hablaran de personas, promoviendo una política humana acorde con los tiempos actuales.

«El Berenjenal» en Interviú.