Recordatorio

Sábado, 27 de abril de 2019

Un hombre se me acerca en un restaurante. «Solo quería darte esto. Gracias». Y se va. Miro la nota y me emociono. Y decido colgarla en mi camerino para que me recuerde lo importante que es nuestro trabajo.

Recordatorio

Gracias

Viernes, 11 de enero de 2019

Gracias Asier por el regalo. Y, sobre todo, por el envoltorio. Con los años me hago más y más agradecido. Valoro mucho el tiempo, las ganas, la delicadeza de todos aquellos seguidores y seguidoras que nos regalan cosas. No importa el valor, es el detalle. Y siempre me emociona. Así que, gracias Asier y a todos los «asieres».

Regalo de Asier

Mi horóscopo no se aclara

Lunes, 19 de enero de 2015

Tan contento que estaba yo con la previsión espectacular que me promete Acuario para los próximos tiempos. ¿Recuerdan? Escribí aquí mismo que, según parece, Marte entra en mi signo después de mucho tiempo, y eso era una revolución en toda regla. Vienen cambios potentes, todo muy espectacular. El caso es que una semana después vuelvo a leer el horóscopo en el periódico (ahí está el error) y ahora me lanza una jarra de agua helada por sorpresa. Me dice que me prepare para un año de «bajo tono energético» y que trate de evitar toda tensión, cualquier estrés. ¡¿Qué?! ¿Cómo puede vivirse una revolución con bajo tono energético? Si me fío de los astros (otro error), mi vida va a sufrir un baldeo, pero yo me lo tendré que mirar desde la barrera, no sea que me estrese. La alerta de estrés llega demasiado tarde y en el país equivocado. Están las cosas como para relajarse, ¿sabes? Andamos la mayoría con todos los sentidos en estado de alerta permanente. Nos dicen que se ha iniciado la recuperación, pero no nos lo creemos. Ya no nos creemos casi nada. Se ha sufrido demasiado, las heridas son demasiado profundas, el escenario está desolado, la gente tiene más información que nunca y además sabe interpretarla. Dicen que el estrés es un recurso natural y genético del que disponemos para mantenernos bien atentos ante el peligro inminente. Así es como estamos. Los astros pueden decir misa. Y una cosa: el que los escribe debería recordar lo que ya ha escrito unos días antes. Seguir un guión un poco lógico. Un poquito de estrés también le vendría bien.

La lección de Mayra Gómez Kemp
Ya van quedando pocas personas a las que la historia de la televisión respete y dignifique a medida que transcurre el tiempo. En realidad, la televisión tiene una memoria muy caprichosa y fragmentada. A menudo mitifica sus recuerdos. Luego los olvida o los engulle el enloquecido día a día. La televisión está fabricada para ser degustada en el momento y ya está. La de hoy en día por ejemplo, fabrica referentes fast food a toda velocidad sin mucho valor energético. Gente a la que los espectadores no quieren, más bien al contrario. Como si se gozara odiando a esos invasores de nuestra intimidad. Y en ese gozo por el ruido estuviera el éxito de audiencia. Pero no pasa nada porque todo lo que parece muy importante deja de serlo al cabo de unas horas. ¡Menos mal! Quizás recordemos caras, pero también las confundimos, se nos mezclan y al final no quedará nada. Nos vienen programas a la cabeza de cuando éramos pequeños. Cosas aisladas, un gran magma de píxeles con música de fondo. Por todo eso, cobra mucha importancia el caso de la mítica Mayra Gómez Kemp, la que fue presentadora del «Un, dos, tres… responda otra vez» durante seis temporadas en los años ochenta. Su recuerdo es impecable. Estuvo en la gloria de la televisión (su programa podían verlo hasta veinte millones de espectadores) luego se quedó a un lado, pasó dos terribles cánceres y a base de dignidad y fuerza personal ha llegado hasta nuestros días con una de las cabezas mejor amuebladas que se recuerdan. Por si lo dudan, lean ustedes «Y hasta aquí puedo leer», un libro de memorias publicado el pasado mes de octubre. Lo hizo muy bien en la tele, piensa muy bien, escribe muy bien y lo cuenta todavía mejor. Mayra pasó por el programa y nos dejó a todos con la boca abierta. Estuvo fantástica. Administra la nostalgia con elegancia, cuenta los entresijos de aquella época dorada con normalidad. Ha vivido mucho, pero no da lecciones. En una palabra: es sabia. Mayra se alegró del fin del bloqueo americano a Cuba. «¡Viva Obama!», gritó esta mujer nacida en La Habana. Su perfecto acento inglés explica muchas cosas. Es una mujer que ha vivido y viajado por todo el mundo y eso la hace mucho más inteligente. Me llenó de placer comprobar en primera persona que detrás del mito catódico hay una tipa lista, crítica y que sabe «apagar la tele cuando no interesa y leer un libro o salir a pasear con los amigos». Mayra es una lección en sí misma.

A Scarlett no le gustan sus muslos
Es la única que piensa eso. La actriz Scarlett Johanson ha dicho en una entrevista que no le gustan sus muslos y, en general «la zona media» de su cuerpo. Es la típica respuesta que dan las muy guapas para parecer un poco imperfectas y no muy creídas. Hasta se agradece. Sería insoportable que una mujer así dijera sin rubor: «Pues sí. Estoy muy bien. No me veo ningún fallo. En cambio, vosotros…». Pero lo que más me ha interesado ha sido el concepto zona media del cuerpo, especialmente el femenino. Me pregunto dónde empieza y dónde acaba. Supongo que cogerá desde debajo del pecho hasta las rodillas, ¿no? Yo lo llamaría zona central, porque ahí es donde se juega todo. Zona media me traslada hasta «El señor de los anillos». Un territorio épico y místico donde se libran las mejores batallas de la historia. Claro que… visto así, también funciona.

«Memorias en diferido» en Interviú

Famoso anda suelto

Domingo, 25 de mayo de 2014

Muchas veces he intentado explicar lo que significa ser conocido, famoso, popular o salir por la tele. Mis palabras nunca son suficientes para definir el terremoto personal que conlleva, cómo te zarandea el asunto, cómo te cambia aunque no quieras. También puede ser que un servidor no sepa escribir muy bien. Sea como sea, he decidido transcribir un fin de semana reciente. Fui apuntando todo lo que me sucedía y esta es la historia de los hechos.

El viernes viajo a Madrid para participar en un curso de comunicación audiovisual de una universidad. La ciudad bulle a casi treinta grados. Después de la charla me hago fotos con todos. Pero además, grabo pequeños vídeos para trabajos de los alumnos. «¿Puedes decir que escuchas el programa y que tú eres una patata? Es una palabra clave». No lo digo por si acaso. Me piden que grabe «con el móvil mismo» mi apoyo a una candidatura para unas elecciones de un sector profesional. «¿No debería conocer su programa electoral?», tercio. «Claro, claro». Antes de marcharme, un alumno me pasa un papel doblado. Me dice que ahí van sus datos, que está en primero pero que nunca se sabe. Luego comprobaré que viene todo: correo, cuenta de Twitter, teléfono… Todo menos el nombre del muchacho.

Por la noche acudo a cenar con una compañera a una pizzería de la calle Hortaleza con fama de hacerlo bien. Sería hace años, porque ahora es un lugar oscuro, caluroso, caro y de servicio lento. Pienso en Chicote. Lo bueno es que mientras me espero en la puerta, sigo con las fotos a mansalva. Sin mediar saludo ni nada. Fotos, fotos, fotos. La foto por la foto. Una mujer que entra en el portal de al lado me pide la enésima. «No lo hecho nunca». Yo intento poner siempre buena cara. Su hijo pequeño nos mira con atención. Pasa un joven con su novia. «Joder, Andreu. Acabo de editar este disco -se lo saca del bolsillo- y te veo siempre. ¿Una foto? Ah, y además, ¿puedes hacer este gesto con la mano y así lo cuelgo en mi Facebook?».  «Oye, yo encantado, pero una cosita… si te voy a apoyar, ¿no sería bueno que te escuchara cantar antes? Me encanta la música, de verdad, pero es que no te he escuchado nunca». Decepción en el ambiente. Quiere la foto como sea. La hago, pero intento que no salga el disco. En mi modesta opinión, así no se apoya la música. Aquí te pillo, aquí te mato, no.

Cuando dejo el restaurante (por fin), me entregan un paquete. Es un pequeño robot de juguete y lo acompaña una nota de la mujer de antes, la que vivía al lado. Un detalle. (Para ser honestos, hay que decir que mucha gente es detallista y generosa). Atravieso la calle Hortaleza como un ciervo cruza la sabana: soy la víctima ideal. Gritos y reclamos por doquier. «¡Buenafuente!». Mi compañera alucina. «¿Siempre así?». Sonrío quitándole importancia.

Decido insertarme en la cama. Ni copa, ni nada. No puedo más.

Al día siguiente vuelo a Donosti, donde me espera un encuentro con mis compañeros de la mili de hace 27 años. Gente normal, corriente, buena. Un respiro. Ya me avisan que el propietario de la casa que alquilamos quiere conocerme. Reímos, recordamos y, claro, salimos a la calle. Les aviso de mi rollo y a cada foto, a cada saludo de un desconocido, me miran como un extraterrestre. Estando en un restaurante salgo a fumar un cigarrillo. Me ve el de delante. «¿Una foto, Andreu? ¿Puede ser en el mío?». Dudo y ahí la cago. «Mira, es que nos gustan las famosos», me dice señalando una pared atiborrada de retratos sonrientes. Muchos actores de cine que vendrán cuando el Festival. Me colocan bien y uno coge la cámara. «Un momento, ¿me estáis diciendo que voy acabar ahí colgado sin haber estado nunca comiendo aquí?». Veo a Gandalf con el rabillo del ojo. Todos ríen, nadie pilla la ironía. ¡Clic! Foto, alguna más y mi disculpa: «Perdón, pero estoy en el de delante con mis amigos». «¿Dónde andabas?», preguntan mis amigos. «Nada, fumando…».

Antes de dejar la casa, el propietario se empeña en que visite su negocio personal y de nada sirve que le recuerde que voy con más gente. Él quiere eso y no va a aflojar. Me quedan unas horas antes del vuelo. Paseo por La Concha, intento respirar, incorporarme a la masa de gente que camina sin prisa. Veo un mercadillo y entro. Revolución. «¿Qué haces aquí?», «¿puedes tuitear que has venido?», «todo el mundo quiere fotos», «soy la responsable, ¿cómo te has enterado?». Les digo que ha sido casualidad, que no es tan importante lo de la tele, que quiero comprar algo para mi familia, que busco un cierto anonimato. Lo digo con una sonrisa, pero nadie escucha. Me hago fotos, me dan tarjetas, abrazos, algún empujón, comentarios que no necesito y opiniones no solicitadas. Sonrío, encajo, acepto y voy tirando disimuladamente hacia la salida.

Vuelvo a la calle y pienso en el principio del artículo: esto no se puede explicar. Hay que vivirlo, llevarlo con dignidad y una cierta simpatía. Un taxista corona con un tópico toda esta vivencia: «Es la factura que tienes que pagar». Lleva razón: será que compré la fama. Me deja en el aeropuerto y antes de que me aleje me pregunta: «¿Te importaría hacerte una foto conmigo?».

«El Berenjenal» en Interviú.

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