«Cuando un cómico tiene un problema, todos los cómicos tenemos problemas». Así lo dije ayer, en la presentación del libro del último espectáculo de Leo Bassi al que tuve el honor de ser invitado. No dudé ni un instante en echar un cable al compañero. Creo que es mi obligación.
En realidad, es un lujo para los catalanes, que el genial bufón nos haya elegido para presentar sus trabajos, para tomar carrerilla y refugiarse de las amenazas e intransigencias que últimamente le persiguen allá donde va. Una pena y una mala señal que esto suceda en el siglo XXI y en un país auto-proclamado moderno y libre.
Me gusta Bassi porque cumple a la perfección con el papel que debe interpretar un cómico: provocar. Es un placer escuchar sus tesis, su amor por el oficio: «Yo pierdo mi dignidad en público en favor del espectáculo». Lo dice en un castellano titubeante pero certero. Con las gafotas de pasta, su cara de payaso sin edad, sus pies de nómada irreductible. De repente, se subió a un pequeño escenario y, tras despojarse del disfraz de papa, se puso a hacer malabarismos increíbles con un piano. Luego hablamos un poco de lo nuestro y acabó mandando su libro a «personalidades escogidas» con mensajero y moto incluida.
Ojalá, algún día, los intolerantes y retrógados que viven agazapados en la política y la religión, entiendan que los payasos no cambiamos el mundo, pero podemos señalar sus vergüenzas. Y que es el trabajo más bonito que hay.
¡Adelante maestro Bassi!