A la vuelta de la Semana Santa, regresé otra vez a la rutina de los aviones, esos autobuses con alas. Barcelona-Madrid-Barcelona-Madrid y así hasta el infinito y más allá. Lo que sucedió es que el vuelo esa tarde no despegaba. «Causas ajenas a nuestra voluntad», dijeron, que es uno de los argumentos más genéricos y socorridos que hay. Sirve para casi todo. Bueno, pues a esperar. Mucho. Demasiado diría yo. Más de una hora para que nos diera pista como si nos la fuéramos a quedar para siempre. Solo la necesitábamos un momento para coger carrerilla y salir pitando. Pues no. A esperar.
Tengo la costumbre de hacer garabatos en las revistas pero claro, esta vez me dio tiempo para todo y más. Una pena que no llevara óleos en mi mochila. Hubiera plantado el caballete en ese avión de Iberia. Un avión que no volaba. Una negación. Desesperante. Aquí dejo la prueba.