No me gusta el invierno. No le veo la gracia, así, en general. Soy mediterráneo y necesito que los días sean largos y luminosos, que el calor lo barnice todo y lo haga más agradable y confortable. Las estaciones son estados de ánimo, y no me negarán que el invierno es lo más cercano a la tristeza. Este invierno está siendo crudo y ya llevamos algunos encadenados. Demasiados. Luego los superamos, sí, pero hay que sufrirlos. Me he tirado una semana en la cama y sin voz, lo peor que le puede pasar a un inquieto patológico que se gana la vida hablando. Pienso: «Ves? Esto solo puede pasar en invierno». Y te vas consolando ante ese estudio popular nunca confirmado que suele comentar la gente: «Está todo el mundo igual, este año ha venido muy fuerte». Pues vale. Duermo, leo un poco si la fiebre me deja, veo la tele, dibujo, duermo… sueño cosas raras, intento hablar.
«¿Qué dirán los poetas sobre el invierno?». Si hay un gremio sensible, es el de los poetas. Ellos saben contar lo que el alma siente. Voy a Machado. «Canción del Invierno»:
(…)
cae la lluvia sucia de las nubes de plomo
Y la ciudad no sabe lo que le pasa, como
el pobre corazón no sabe lo que quiere
Luego, quizá para animarse un poco, cosa que agradecemos, Manuel abre una puerta a la esperanza.
Cerremos la ventana a este cielo de cobre.
Encendamos la lámpara en los propios altares…
y tengamos, en estas horas crepusculares,
una mujer al lado, en el hogar un leño
Buena idea. Mirar un tronco en la chimenea es de los espectáculos más previsibles, y al mismo tiempo magnéticos, que existen. Puedes estar horas y horas. Como pasó con las imágenes de la Infanta entrando en el juzgado de Palma. Solo eran trece pasos y una sonrisa de manual, pero las televisiones lo reprodujeron en bucle hasta la saciedad. Entraba, salía, entraba, salía… Y ahí estábamos viéndolo, como el tronco que arde. (Una buena metáfora para la monarquía, ¿no?). A pesar de los esfuerzos de Roca Junyent por venderlo como un gran día para la democracia, me parece que es el primer día (de verdad) de una cuenta atrás. Quizá no la sienten en el banquillo de los acusados, pero la desafección se ha acelerado y las consecuencias son imprevisibles. No quisiera estar en la piel del príncipe Felipe, auténtico aparejador de la reconstrucción borbónica.
Invierno. Crudo invierno. Hasta los temporales se han puesto al servicio de una puesta en escena dantesca. Olas gigantes, muelles arrasados, alerta roja… Ahora lo llamamos ciclogénesis explosiva, pero hace unos siglos se hubiera considerado un nuevo apocalipsis. El cielo cabreado acojona. Los vientos desatados dan escalofríos. «Dicen que va a hacer un viento terrible», nos recordaba un familiar el otro día. Yo di gracias a Dios por no llevar peluquín. Hubiera tenido que pegármelo a la cabeza con cinta de doble cara. Y ni por esas. Mudo y resfriado, acudo al foniatra. Me pregunta si fumo. «Sin mentiras». Luego me pone una cámara diminuta en la punta de un tubo metálico y la introduce por mi boca. Me agarra la lengua y me obliga a decir «sí». Digo: «iii». Veo mis propias cuerdas vocales, que tienen un aspecto genital femenino y me señala la dolencia. Hago como que lo entiendo, pero nunca entiendo lo que me dicen los médicos.
Invierno, crudo invierno. Actores cabreados en los Goya, ministro a la fuga… Lo mejor de todo es que sabemos exactamente cuándo termina el invierno. Ojalá pasara lo mismo con todo lo malo.
«El Berenjenal» en Interviú.