El otro día, saliendo de la radio después otro inolvidable «Nadie Sabe Nada», me encontré con uno de mis ídolos. No pasa todos los días. Para mi, un ídolo es alguien al que admiras por su trabajo, por su personalidad artística, porque tienes la sensación de que es incomparable e irrepetible y disfrutas con todo lo que hace. Alguien imprescindible. Si lo piensas un poco, no hay tantos que respondan a este perfil y eso además de lógico, es bueno. El ídolo (mi ídolo) al que me encontré se llama Adrià Puntí. Estaba de promoción con su último disco y fue él quien vino a mi encuentro. Me regaló su trabajo y un libro. «Joder, pero si yo soy fan tuyo Adrià. Muchas gracias, de verdad». Me empeñé en que sonara creíble porque así es. Él, con esa timidez de serie, eludió un poco el halago y nos intercambiamos un abrazo. Poco más. No hace falta más. Conozco y admiro a Puntí desde siempre, desde Umpah-Pah y mira que ha llovido desde entonces.
Ya en sus inicios, detectabas que era especial, que escapaba a la norma y a las etiquetas, que tenía un mundo, una lírica y una voz con las que podría hacer lo que quisiera. Y eso es lo que ha hecho exactamente. Ha hecho lo que ha querido, cuando ha querido y como ha querido. Con sus desapariciones, sus vacíos, sus retornos, sus idas y sus venidas. Adrià Puntí es tan bueno que cuando no está se le echa de menos y cuando regresa se celebra. Como ahora, con su nueva colección de canciones arrancadas de su biografía, de su imaginario, de su poesía cotidiana. Un gran músico catalán me dijo en una ocasión: «Puntí es el mejor de todos nosotros. Solo tenemos que esperar a que tenga ganas de cantar y de actuar. Depende de él». Quizás tenga razón o no, ¡qué mas da! Puntí es Puntí y el hecho de que vuelva a estar en los escenarios debería hacernos brindar con aguardiente.