Los humoristas estamos un poco tristes, suponiendo que podamos permitirnos algo así. Estamos tristes porque Berlusconi se va de la política. Con las toneladas de chistes que nos ha puesto en bandeja. Es que nos superaba. Estabas escribiendo uno y se conocían los detalles de otro bunga-bunga. Una mina. El hombre era una mina inagotable. Todo eso desaparecerá porque Silvio se va. Bueno, a ver, más que irse lo han empujado como empujaban los piratas a sus enemigos por la tabla, hasta caer en el mar a merced de los tiburones. Ha costado años y años, pero al final lo han conseguido. La diferencia aquí es que Berlusconi tiene tanto dinero, tanto poder acumulado, que puede comprar todos los tiburones y conseguir que se comporten como simples sardinas. Y encima puede retransmitirlo por una de sus cadenas de televisión (pensándolo bien, es un buen formato de reality extremo), o montar un partido benéfico del Milan, que es suyo. O celebrarlo con el volcán artificial (sí, sí, lo tiene, como un malo de James Bond) de una de sus residencias. Puede congregar a todas las mujeres de la comarca y alguna que otra de la comarca contigua. Solo para bailar, ¡eh! No sean malpensados.
Puede hacer todo lo que quiera menos… ejercer la política. Así que estamos ante un caso de orgullo tocado, que no hundido. Berlusconi nunca se hunde, pero se puede sentir tocado, que para el caso es peor. Cabe recordar la pedrada que le lanzaron hace años. Y el hombre siguió y siguió. Se operó otra vez y siguió. Para un tipo que hizo de la bravuconada y el exceso su patrón de conducta y de gestión, no debe ser fácil asimilar que ya no le dejan. ¿Quién no le deja? ¿Desde cuándo alguien va a decirle lo que puede o no puede hacer? Por eso se revuelve como un león herido en su jaula y lanza aseveraciones como: «Es un día negro para la democracia. No os pido nada para mí, solo os pido que penséis en vuestros hijos». Ojo, que Silvio, en su delirio interesado (como siempre), está creyendo que su expulsión (tardía) de la política como consecuencia de todos los procesos es un asalto a la democracia, así, como concepto. La democracia, tan citada, tan manoseada, calla y no dice nada. ¡Si la democracia hablara! Quizás dijera: «¿No entendisteis nada? Es eso, ¿verdad?».
Sea como sea y aunque nada es exactamente como nos cuentan, hay algo parecido a un alivio cuando personajes como Berlusconi tocan fondo o llegan al fin de su trayecto. Como el caso de Carlos Fabra, el de Castellón. Otro que tal. Después de años y años de despropósito político y dominio de la escena (cómica), el hombre de las gafas ha sido trincado. Al hombre al que siempre le tocaba la lotería le ha tocado ahora la pedrea. Él dice que está contento porque la mayoría de las acusaciones no han sido probadas. Sí, vale, pero algunas sí. Suficientes para que le caigan cuatro años. Y Bárcenas, en la cárcel, sonriendo mientras le brilla un diente de oro en la penumbra de su celda. Siempre los cogen por alguna chorrada, pero los acaban cogiendo. Aquí, los héroes desconocidos serían los abogados, jueces y funcionarios que durante años han sufrido jugando al frontón de la dichosa inmunidad, hasta encontrar una grieta, un motivo, una ocasión. Ellos sí que serían la democracia. O lo que quede de ella.
«El Berenjenal» en Interviú.