Se veía venir. Todos lo veíamos venir, menos los que tendrían que verlo por la cuenta que les trae. O quizá es que no quisieron verlo y, si quisieron en algún momento, rápidamente se dieron cuenta de que no les interesaba. Entonces usaron la milenaria técnica de la avestruz: la cabeza enterrada en un suelo de corrupción, en una burbuja engañosa, en un entorno afín de palmeros, de prensa incendiaria y vergonzosa… alejados, en definitiva, del latir de la calle. ¡Que viene el lobo Pablo Iglesias! El auge fulgurante de Podemos, con encuesta incluida del CIS que los coloca a la cabeza en intención de voto, ya tiene toda la pinta de un tsunami detectado a pocos kilómetros de las próximas playas electorales. Las consecuencias de ese tsunami son impredecibles.
Desde el primer momento en que se detectó la amenaza, se han redoblado los intentos de desacreditación por parte del establishment -la ya famosa casta-; pero, primero, la gente no es tonta, y segundo, ¿cómo pueden desacreditar los que están de corrupción hasta el cuello? La tormenta perfecta se está ciñendo sobre la clase política tradicional. Su credibilidad hace tiempo que emigró de este país. Un país que quiere una regeneración pero de verdad y la quiere ya. Nada que ver con la que proponen los grandes partidos: tan pactada, tan mona, tan higiénica (para ellos), tan de cara a la galería. El previsible triunfo de Podemos me recuerda esos partidos de fútbol de Copa del Rey en los que el modesto gana al poderoso. El demérito de este le lleva a la derrota. Injusta sensación para el victorioso, pero es así. Iglesias seguirá escalando por inoperancia de los que lo han hecho tan rematadamente mal que han desbordado la paciencia y la bondad de los electores. Otra cosa será cómo van a gobernar, cómo van a pactar si llega el caso, cómo van a aterrizar en los despachos enmoquetados, en el país del chanchullo y el engaño, tan metido en la médula ósea de nuestro carácter atávico. Quizá sí que estemos ante una nueva era, pero solo de pensar en el trabajo que eso va a conllevar se me nubla la visión. Y eso que yo no me presento.
No molestarás a una parturienta
Los excéntricos siempre corren el riesgo de ser unos desafortunados, de mear fuera de tiesto. Cuando ves el vídeo del cantante Robbie Williams cantando y bailando en la habitación de su mujer, mientras ella se retuerce de dolor antes del parto, te recorre un escalofrío de desconcierto. ¿Por qué lo hizo? Quizá ni él mismo lo sepa. Los que hemos pasado por el trance de esos momentos intentamos ser discretos (hablo por mí) y nos quedamos en un tercer plano. A mí me hubiera gustado ser invisible. Pero a Williams no. Y sobre todo: ¿quién le grabó? Un buen amigo te dice: «Mira, déjalo, de verdad. ¿Por qué no me regalas un puro como se hacía antes?». Me temo que los excéntricos profesionales tienen pocos amigos y mucho tiempo libre.
Me han expropiado la siesta
No sabría explicar muy bien cómo ha pasado. Yo, antes, hacía la siesta. Les recuerdo que trabajo de madrugada y me acuesto como a las cuatro de la mañana. Escribí sobre el placer de siestear aquí mismo hace unas semanas. Lo hice con placer, con orgullo, satisfacción y una indisimulable gustera. LA SIESTA, así, en mayúsculas. ¡Qué recuerdos! Pero últimamente se han encadenado una serie de circunstancias, se han acumulado y confundido mis horarios, se han difuminado mis buenos hábitos en favor de los compromisos. Se han evaporado mis rutinas y entre ellas la bendita costumbre de dormir un poco después de comer. Soy como la ardilla de Ice Age persiguiendo la nuez. La mía se llama siesta y cada día me despierto con la ilusión de volverla a tener a mi lado. Porque estoy a punto de cumplir cincuenta años, que, si no, me echaba a llorar ahora mismo.
«Memorias en diferido» en Interviú