Voy a escribir sobre el fútbol, a sabiendas de que cada día lo hacen cientos de personas (más o menos preparadas) y de que TODO el mundo sabe un montón sobre el tema. Se suele decir que cada español sería un buen seleccionador nacional. Voy a hacerlo igualmente, corriendo el riesgo de que estas líneas las engulla, sin compasión, el inmenso río de tinta que la pelotita genera a cada segundo. No lo he probado, pero a lo mejor pones «fútbol» en Google y te explota el ordenador.
Precisamente, este artículo va sobre eso: sobre la extraordinaria potencia de un deporte y sus alrededores que, a pesar de todo lo malo conocido sobre él, mueve toneladas y toneladas de emoción, de dinero, de tiempo y muchas cosas más. Estamos ante una religión laica, si es que eso tiene sentido. Un deporte basado en la previsibilidad más imprevisible, cargado hasta las trancas de tópicos y que sabe desviar la mirada de sus ángulos más oscuros (que los tiene) para tenernos a todos con el corazón en un puño. El fútbol nos hace reír, llorar, gritar, polemizar sin descanso y hasta ¡engendrar! Hay estudios que confirman el hecho de que cuando tu equipo gana, estás más predispuesto para el sexo y a la inversa. O sea, que hay niños que han venido al mundo de penalti pero literalmente. ¿Qué otro fenómeno puede originar esto? No puedes hacer otra cosa que quitarte el sombrero y chutar al aire para celebrarlo. ¡Goooooooool! Aquellos señores ingleses con bigote que hace tantos años inventaron la cosa y pusieron unas cuantas normas en un bar quedarían alucinados ante las proporciones que ha cogido el asunto. Solemos mentir y decimos: «Bueno, tranquilos, es solo un partido de fútbol», pero no es verdad. Lo decimos pero no lo creemos, no actuamos en consecuencia. El terreno de juego no delimita un partido aunque lo parezca. Son unas líneas blancas trazadas para que los jugadores no acaben peloteando dos kilómetros más abajo. Pero no. El fútbol no tiene límites. Es global, transversal, infinito, insaciable, simple pero complejo, democrático (en su disfrute) y a veces muy aburrido. Pero no pasa nada, porque hay partidos a cada momento, lo malo se olvida y lo épico queda grabado a fuego en nuestras mentes, que todo lo exageran. Recuerdo un chiste. Una pareja en la cama. Ella le dice a él: «Dime algo bonito, anda». «Un gol de Messi». Nos dan cucharadas de épica, pero queremos más y más. ¿Una droga? Quizá sí. Y por el precio que se pagan algunas entradas, una droga… cara. Recuerdo una vez, estando en uno de los pueblos más pobres que he visto en mi vida, en Madagascar, que unos niños pintaban el nombre de Messi con una tiza en un muro. Sabían que yo era de Barcelona. «¿Le conoces? ¿Quién es más alto? ¿Messi o Cristiano?». «Messi , sin duda», les dije. No he visto semejante alegría en unos ojos nunca más. Eso es el fútbol.
Pienso en todo eso, en estos días de verdadero infarto (a alguno le va costar la salud), con un final de Liga diseñado por un guionista en forma que ha puesto en valor los empates. Tres equipos, Atlético, Real Madrid y Barça, se juegan «la vida». Juntos suman un presupuesto de 1.110 millones de euros, pero están esperando a que falle el rival. «El fútbol es un juego basado en el fallo del otro», decía un entrenador. Y ahí estamos. Con un horizonte nada tranquilizador para nuestro sistema nervioso. Viene la final de la Champions más ibérica que se recuerda. El Portugal se van a poner las botas, nunca mejor dicho, y el precio de las habitaciones de los hoteles puede llegar hasta los siete mil euros. Que por este precio, te puedes llevar el champú, las zapatillas y hasta al conserje. ¡Fútbol, fútbol, fútbol! Una apisonadora que no conoce obstáculos. Se ha llevado por delante a Tata Martino, que vino con el casco de bombero y se irá con la manguera entre las piernas. Aunque gane la Liga. Se ha llevado por delante a Rosell y el misterio de los millones de Neymar que no salen por ningún lado.
Denuncias de fraude fiscal, comportamientos propios de estrellas del rock pero de segunda división, cracks con peinados imposibles y cejas depiladas, directivos impresentables, Mundiales construidos sobre la explotación de sus trabajadores, porquería, mucha porquería… Pero ¡qué más da! En las gradas y en sus casas hay millones de personas dispuestas a ignorar eso porque pesa más la emoción que todo lo demás. Porque un tío con una camiseta de su equipo (por la que ha pagado setenta euros) y con una cerveza en las manos es su propio Dios, toca el cielo de césped del fútbol y se siente inmortal. Esa es la piedra angular sobre la que se ha construido el iceberg invertido del fútbol. El mejor invento de los últimos siglos, que nos hace olvidar la miseria que nos rodea y que consigue algo más necesario que nunca: evadirnos. Bueno, me callo, que empieza el partido.
«El Berenjenal» en Interviú.