Famoso anda suelto

Domingo, 25 de mayo de 2014

Muchas veces he intentado explicar lo que significa ser conocido, famoso, popular o salir por la tele. Mis palabras nunca son suficientes para definir el terremoto personal que conlleva, cómo te zarandea el asunto, cómo te cambia aunque no quieras. También puede ser que un servidor no sepa escribir muy bien. Sea como sea, he decidido transcribir un fin de semana reciente. Fui apuntando todo lo que me sucedía y esta es la historia de los hechos.

El viernes viajo a Madrid para participar en un curso de comunicación audiovisual de una universidad. La ciudad bulle a casi treinta grados. Después de la charla me hago fotos con todos. Pero además, grabo pequeños vídeos para trabajos de los alumnos. «¿Puedes decir que escuchas el programa y que tú eres una patata? Es una palabra clave». No lo digo por si acaso. Me piden que grabe «con el móvil mismo» mi apoyo a una candidatura para unas elecciones de un sector profesional. «¿No debería conocer su programa electoral?», tercio. «Claro, claro». Antes de marcharme, un alumno me pasa un papel doblado. Me dice que ahí van sus datos, que está en primero pero que nunca se sabe. Luego comprobaré que viene todo: correo, cuenta de Twitter, teléfono… Todo menos el nombre del muchacho.

Por la noche acudo a cenar con una compañera a una pizzería de la calle Hortaleza con fama de hacerlo bien. Sería hace años, porque ahora es un lugar oscuro, caluroso, caro y de servicio lento. Pienso en Chicote. Lo bueno es que mientras me espero en la puerta, sigo con las fotos a mansalva. Sin mediar saludo ni nada. Fotos, fotos, fotos. La foto por la foto. Una mujer que entra en el portal de al lado me pide la enésima. «No lo hecho nunca». Yo intento poner siempre buena cara. Su hijo pequeño nos mira con atención. Pasa un joven con su novia. «Joder, Andreu. Acabo de editar este disco -se lo saca del bolsillo- y te veo siempre. ¿Una foto? Ah, y además, ¿puedes hacer este gesto con la mano y así lo cuelgo en mi Facebook?».  «Oye, yo encantado, pero una cosita… si te voy a apoyar, ¿no sería bueno que te escuchara cantar antes? Me encanta la música, de verdad, pero es que no te he escuchado nunca». Decepción en el ambiente. Quiere la foto como sea. La hago, pero intento que no salga el disco. En mi modesta opinión, así no se apoya la música. Aquí te pillo, aquí te mato, no.

Cuando dejo el restaurante (por fin), me entregan un paquete. Es un pequeño robot de juguete y lo acompaña una nota de la mujer de antes, la que vivía al lado. Un detalle. (Para ser honestos, hay que decir que mucha gente es detallista y generosa). Atravieso la calle Hortaleza como un ciervo cruza la sabana: soy la víctima ideal. Gritos y reclamos por doquier. «¡Buenafuente!». Mi compañera alucina. «¿Siempre así?». Sonrío quitándole importancia.

Decido insertarme en la cama. Ni copa, ni nada. No puedo más.

Al día siguiente vuelo a Donosti, donde me espera un encuentro con mis compañeros de la mili de hace 27 años. Gente normal, corriente, buena. Un respiro. Ya me avisan que el propietario de la casa que alquilamos quiere conocerme. Reímos, recordamos y, claro, salimos a la calle. Les aviso de mi rollo y a cada foto, a cada saludo de un desconocido, me miran como un extraterrestre. Estando en un restaurante salgo a fumar un cigarrillo. Me ve el de delante. «¿Una foto, Andreu? ¿Puede ser en el mío?». Dudo y ahí la cago. «Mira, es que nos gustan las famosos», me dice señalando una pared atiborrada de retratos sonrientes. Muchos actores de cine que vendrán cuando el Festival. Me colocan bien y uno coge la cámara. «Un momento, ¿me estáis diciendo que voy acabar ahí colgado sin haber estado nunca comiendo aquí?». Veo a Gandalf con el rabillo del ojo. Todos ríen, nadie pilla la ironía. ¡Clic! Foto, alguna más y mi disculpa: «Perdón, pero estoy en el de delante con mis amigos». «¿Dónde andabas?», preguntan mis amigos. «Nada, fumando…».

Antes de dejar la casa, el propietario se empeña en que visite su negocio personal y de nada sirve que le recuerde que voy con más gente. Él quiere eso y no va a aflojar. Me quedan unas horas antes del vuelo. Paseo por La Concha, intento respirar, incorporarme a la masa de gente que camina sin prisa. Veo un mercadillo y entro. Revolución. «¿Qué haces aquí?», «¿puedes tuitear que has venido?», «todo el mundo quiere fotos», «soy la responsable, ¿cómo te has enterado?». Les digo que ha sido casualidad, que no es tan importante lo de la tele, que quiero comprar algo para mi familia, que busco un cierto anonimato. Lo digo con una sonrisa, pero nadie escucha. Me hago fotos, me dan tarjetas, abrazos, algún empujón, comentarios que no necesito y opiniones no solicitadas. Sonrío, encajo, acepto y voy tirando disimuladamente hacia la salida.

Vuelvo a la calle y pienso en el principio del artículo: esto no se puede explicar. Hay que vivirlo, llevarlo con dignidad y una cierta simpatía. Un taxista corona con un tópico toda esta vivencia: «Es la factura que tienes que pagar». Lleva razón: será que compré la fama. Me deja en el aeropuerto y antes de que me aleje me pregunta: «¿Te importaría hacerte una foto conmigo?».

«El Berenjenal» en Interviú.