El dictador Francisco Franco no debería tener una fundación a su nombre. Debería tener una fundición, un gran horno (simbólico) de hierro candente donde tirar todos nuestros recuerdos y sufrimientos pasados para que desaparecieran. Y que lo hicieran para siempre. ¿Quién quiere recordar a un dictador? No me cabe en la cabeza.
Ahora «celebran» su ciento veinte aniversario, y hacemos muy bien manifestando que nos da vergüenza ajena y propia. Todas las vergüenzas. Y ya no hablemos sobre las posibles ayudas oficiales a la dichosa fundación. Más vergüenza.
Para algunos Franco fue un General, para otros (yo diría que la mayoría), un golpista que se apoltronó incomprensiblemente sobre una montaña de miedo e ignorancia. Bien acompañado, por supuesto, de los listos de siempre que aguantaron el palio. La simple rememoración de aquella época provoca picores y mala hostia. De Franco me llegó lo peor: su herencia. Larga y oscura como la sombra de un cuervo. El legado de cuarenta años maquillados de prosperidad, cuando en realidad eran una posguerra sostenida, represora, lluvia fina de las que calan hasta los huesos. Hasta el alma.
Una vez le pregunté a mi padre (un niño de la guerra y del hambre): «¿Por qué aguantasteis tanto?». Me miró y casi ni habló. Acaso un «no podíamos hacer otra cosa, hijo». La impotencia. Eso es lo que consiguió el tipo: imponer la impotencia y pegar un frenazo a la historia de España que se alarga y se alarga en el tiempo. ¿Y ahora quieren celebrar eso? ¡Venga, hombre!
PD: Ahora leo que Tejero quiere denunciar a Artur Mas por secesionista. ¿No te digo? La sombra…
«El Berenjenal» en Interviú.