Viernes por la noche. San Francisco, USA. Un hombre agarrado a su bandera y a sus ideales, está dando explicaciones a un reportero. La calle principal de la ciudad está cortada por unas doscientas personas. Me acerqué a ver qué decían, cómo eran.
Los «indignados» americanos se mueven con rapidez, las adhesiones van llegando y el movimiento cuenta con la complicidad de la mayoría de ciudadanos. Muchos de ellos hacen sonar sus cláxons cuando pasan al lado de la concentración. La policía se mantiene al margen, no como en Nueva York donde son más de «porra floja». Era emocionante vivir todo esto en una ciudad como San Francisco, tan simbólica en los años sesenta.
Hace diez años que los Estados Unidos pierden dinero y credibilidad en Afghanistan. Pero hay más, mucho más. La gente está harta de pagar los platos rotos del banquete capitalista y comprobar como los culpables se van de rositas. Obama lo sabe e intenta mover sus fichas que normalmente se estrellan contra el muro republicano. (Tendría que vivir dos años aquí para entender solo un poco de como va el sistema político).
La indignación es una mancha de aceite que se extiende y se extiende por muy grande que sea el país. Hay indignación para todos.