Orgulloso de ser de Barcelona

Miércoles, 10 de junio de 2015

Eso es lo que he sentido en los últimos días, después de las elecciones. Sí, yo me siento orgulloso de ser de Barcelona. Otra vez. Con el triunfo de Ada Colau, Barcelona ha vuelto a mandar un mensaje al mundo. Un mensaje de compromiso, de salud democrática y de desafío. No será fácil. Nada es fácil. Y todo eso sucede en el momento preciso y necesario, incluso yo diría que un poco tarde ya que el barro de la crisis se está secando, que todavía es peor. Ahora que todos tenemos claro que el capitalismo se ha pegado un trompazo de mucho cuidado e intenta reconstruirse sin aprender la lección, llega una mujer, una gente, muchos votantes, que han dicho: «¿Y si hacemos las cosas un poco más justas? ¿Y si el dinero de todos lo invertimos mejor?». Y han ganado.

Recuerdo cuando los partidos tradicionales decían que los antisistema (otro término malicioso inventado por los apoltronados) hablaban mucho pero debían someterse al juego democrático y presentarse a unas elecciones. Pues lo han hecho y han ganado. Así es como Colau ha llegado a la alcaldía. Con toda la legitimidad. Una mujer fogueada en el activismo y las luchas sociales (hay que ser cretino para minimizar esos valores) que se ha visto aupada al primer cargo público de la ciudad. Eso, aunque no la hayas votado, debería hacerte sentir bien, orgulloso de ser de Barcelona. Debería emocionarte, hacerte sentir vivo. Deberías apartar a un lado tus intereses personales (con lo difícil que es eso, lo sabemos) y tus preferencias políticas y pensar en la ciudad, en TODOS los que viven aquí. Deberíamos reparar en este jodido presente y en su futuro todavía por escribir. Yo, con una niña de dos años y medio, puedo asegurarles que lo hago y con más fuerza que nunca. Deberíamos pensar en las familias, una de cada cinco, que viven por debajo del umbral de la pobreza. En todo lo que se esconde debajo de las alfombras de una ciudad turística, preciosa pero muchas veces de postal. Barcelona no estará completa si no es más justa.

No creo que se trate de destruir lo bueno conseguido, sino de arreglar lo que no nos gusta. Por eso no puedo entender a los apocalípticos. Aquellos que se la cogen con papel de fumar y vaticinan el caos. ¿De qué caos estamos hablando? Cualquiera diría que esto es el paraíso y han forzado la cerradura. ¿De verdad creen que Colau y los suyos van a perjudicar la ciudad que aman, en la que han nacido y quieren prosperar? ¿Me están diciendo que les va a mover un espíritu de revancha en lugar de una gestión honesta? Está bien, puedes pensarlo si eres retorcido, pero volvemos a lo de antes: toda esa gente estará en una institución pública, podremos seguir y valorar todo lo que hacen y, si no nos gustan, podremos no votarles en las próximas. Se trataba de esto, ¿no?

Cuando escuchas a un poderoso sembrando sus miedos antes y después de las elecciones, piensas: «Vale, es normal, está viendo peligrar un estilo de vida, su red de intereses, una compleja telaraña de complicidades y apoyos. Es normal que vea a los afectados por las hipotecas como enemigos». Pero cuando dicen lo mismo gente como usted y como yo en esas tertulias que nacen como esporas, ahí ya me pierdo. ¿En nombre de quién hablan y opinan?

Tampoco me sirve el famoso debate identitario catalán. Lo de que todo esto va ser malo para el denominado procés hacia la independencia. Como dejó dicho Shakespeare, «todo lo que sucede conviene». Las elecciones municipales han dicho muy claramente que hay que incorporar el componente social en la gran reivindicación nacionalista. Si no se hace, me temo que no hay partido. O ese partido no se va a ganar. Es muy lícito pensar solo en términos emocionales, pero si se quiere llegar a una mayoría, habrá que traducir a social, a real, a pragmático y a justo, todo el ideario catalanista. Creo que hay un montón de gente esperando eso. Y muchos han votado a Colau que, por cierto, está por la labor de un referéndum, del derecho a decidir. Pero decidir ¿qué? ¿Cómo será ese nuevo país? Queremos imaginarlo con pelos y señales. Y luego votarlo.

Esta es la ciudad que me acogió a principios de los noventa cuando vine con mi proyecto radiofónico bajo el brazo. Todo estaba por hacer y me dejó hacerlo todo. Una ciudad generosa, moderna, olímpica. Recuerdo aquel tiempo, como una época en la que todo parecía posible. Se notaba en la cara de la gente, se respiraba porque estaba en el aire. Luego pasó el tiempo y se estandarizó en su modernidad hasta verse engullida, como todas, por el colapso del sistema. El domingo de elecciones volvió a mandar señales de vida al exterior. Sigue vivo su espíritu inconformista y avanzado a pesar de todo. Por eso me siento orgulloso de ser de Barcelona.

«Memorias en diferido» en Interviú