Ya que, por lo que veo, todos estamos de acuerdo en que el nuevo Papa es muy humilde, me quedo mucho más tranquilo y me permito hablar de otra cosa. Hay más temas, lo juro. A riesgo de quedar como un excéntrico, ahora voy a hablar de algo que me gusta. Miren, en realidad, lo que más me emociona de mi mundo (laboral) es buscar talento. Abrir los ojos y las orejas a todo lo nuevo, sorprendente, rompedor, con futuro. Acercarme a él. A veces captarlo, otras sencillamente disfrutarlo. Así es como me he ganado la vida durante los últimos treinta años. He intentado ser un cómico decente y rodearme de talento. Disfruto mucho más con alguien nuevo y prometedor que con un veterano pagado de sí mismo que te va refregando su biografía continuamente. Me aburre ese tipo de gente. Son pasado. Si algún día me comporto así, dispárenme en una pierna, por favor.
Por eso disfruté como un loco la semana pasada, cuando me tocó presentar en Barcelona El libro rojo de Mongolia, rodeado de sus locos y geniales creadores. Ya hace tiempo que vengo siguiéndolos así como de lejos, no me vayan a soltar un sopapo. (Sí. Tienen mala leche). Son gente moderadamente joven, valiente, incorrecta, incómodamente satírica, visceral y provocadora. ¿Cómo no iba a estar bien con ellos? Encima me invitaron a cenar en un sitio bueno.
Creo, sinceramente, que los de Mongolia han llegado para quedarse, para darnos un baldeo a todos los del gremio y para señalar los nuevos caminos del humor. Cada nuevo número de Mongolia es un pequeño (gran) acontecimiento. Usan bien las redes, cuidan a sus seguidores y saben manejar su ambición. En esta España del cabreo, se han calzado los sombreros de papel de periódico y se han inventado otro país insobornable que solo existe en sus mentes retorcidas y críticas. Mongolia. Puede que no estés de acuerdo con algunas de sus fobias, pero hay que reconocerles el talento y agradecerles su trabajo.
«El Berenjenal» en Interviú.