Hay que ser un crack para colarte en la alfombra roja disfrazado de dictador (promocionando tu nueva peli, claro) y tirarle las cenizas de Kim Jong-Il al reportero de televisión que te entrevista. Una hazaña al alcance de muy pocos cómicos que, aprovechando una rendija del sistema, pone en entredicho la pompa promocional de este evento.
Los Oscar consiguen que los odies y los ames al mismo tiempo. Es algo increíble. La crítica más repetida horas después es que no han sorprendido, que son previsibles e incluso aburridos.
¿Pero como van a sorprender? Los Oscar son el escaparate, la punta de lanza de la inmensa industria de este sector en Estados Unidos. A pesar de que pasen horas bajas de creatividad (como ha señalado un siempre acertado George Clooney), mueven muchísimo dinero y muchos intereses. En ningún caso van a permitir que la gala sea transgresora, se reinvente o provoque. Jamás.
Esta pensada para que hablemos de los vestidos (vaya aburrimiento) de los artistas, está perfectamente calculada para la televisión (de ahí la prisa sostenida, la brevedad de las intervenciones, el ritmo), y por encima de todo, debe generarte más ganas de ir al cine. Ya está. Estos son los Oscar.
Esta frustración permanente es un poco absurda ya que estamos esperando algo que nunca pasará. Solo hay que conocer un poco a los norteamericanos para ver como blindan los formatos que van bien, desnaturalizándonos si hace falta.
Hace poco vi el mítico «Saturday Night Live» y me aburrí como ostra. Una decepción. Era una sucesión de gags entre corte y corte de publicidad. ¡Qué lejos quedan los setenta con Belusi, por ejemplo! Un tipo genial que se encerraba en su camerino y decía que no salía cuando el programa es en directo. Luego salía, claro, y lo bordaba. Genialidad, incorrección, provocación…
Todo eso se ha ido diluyendo con el tiempo. Se ha ido amaestrando. Y los Oscar son la sublimación del amaestramiento. Por eso aluciné con Sacha Baron Cohen aunque solo fuera como pegarle una patada a un dinosaurio.