Nos inventamos el término «Melelfie». Selfie dentro de una melé. Tuve el honor de hacer las fotos. Desde arriba y desde dentro. Ahí va el documento. Para la posteridad.
Nos inventamos el término «Melelfie». Selfie dentro de una melé. Tuve el honor de hacer las fotos. Desde arriba y desde dentro. Ahí va el documento. Para la posteridad.
Los fenómenos televisivos salen muy de vez en cuando. Los fenómenos de verdad. No me refiero a esos programas que consiguen mucha audiencia pero cuya fuerza o eficacia radican solo en el formato, en una gran idea vestida espectacularmente y que conecta con el gusto mayoritario de la gente (algo que no analizaremos ahora porque nos llevaría varios artículos). Lo que quiero decir es que son grandes ideas, pero a menudo están despersonalizadas. Son programas muy resultones, que todas las cadenas buscan, por supuesto, pero ante los que siempre me pregunto lo mismo: ¿qué pasaría si lo presentará otro? ¿seguirían siendo un éxito? En la mayoría de los casos la respuesta es sí, y, claro, ahí es cuando mentalmente hago un corte entre programa de éxito y fenómeno televisivo. El que tiene las dos etiquetas es un crac. El que hace un programa bueno y, además, es imprescindible ya ha captado mi atención, bastante desgastada por cierto después de tantos años. Una vez, hablando con un directivo sobre un programa que era un pelotazo, me soltó: «Este programa es tan bueno que lo podría presentar la cabra de la Legión». Me sonó como un mazazo para todos los del reducido y sufrido gremio de presentadores humanos. No pude dejar de imaginarme a la dichosa cabra en mitad del plató, mascando unos matojos, ajena a todo lo que iba sucediendo a su alrededor. Pensé: ¿esto es lo que me espera? ¿Acabaremos siendo ganado en un campo de píxeles, música, aplausos y ruido? ¿De verdad que se ha perdido toda esperanza en la autoría, en las habilidades de una persona para captar la atención a través de la pantalla? Quiero pensar que no, que entre el gusto y el consumo adocenado de la televisión todavía queda sitio para la gente especial.
En los últimos meses he descubierto a un fenómeno, alguien que mantiene la llama de la singularidad ante las cámaras. Se llama Alberto Chicote. Ese hombre rotundo y sin pelos en la lengua que se mete en las cocinas más impresentables de España e intenta salvarlas como sea. ¿Cuál es el secreto de su éxito? Yo diría que su sinceridad, su arrojo, su valentía a favor de obra. Y que sabe de lo que habla, claro. Primero pensé que estábamos ante otro tipo cabreado que manejaba bien el conflicto (algo que últimamente vende mucho en televisión, como en tantos ámbitos). Pero es mucho más que eso. Porque un tipo iracundo te acaba cansando. No, no. Chicote se arremanga, busca el cuerpo a cuerpo entre los fogones y hasta hace sus pinitos en psicología laboral (si es que existe). Quiero decir que sabe arañar el alma y la pasión de los propietarios, a menudo confundida y desordenada. Les pone ante el espejo de su negocio, les hace reaccionar y les lleva de la mano hasta los territorios básicos de la cocina. El camino del éxito de Chicote no ha sido fácil y por eso hay que valorarlo todavía más. Tenía que hacer olvidar al original inglés (muy bueno, por cierto), tenía que normalizar esas casacas imposibles de colorines, tenía que hacer atractivos esos ambientes aceitosos y claustrofóbicos. Y lo ha conseguido. Currando como un loco, como me comentaba en Navidad mientras rodábamos un spot para nuestro grupo. Toda la semana de rodaje, metiéndole corazón y energía. (Ahí tienen otra clave para el éxito, universal). En nuestro programa somos fans y por eso le imitamos. Alguien dijo que siempre imitas a quien admiras. En este caso sí. Felicidades, Alberto. A ti y a todo el equipo. Habéis convertido vuestra pesadilla en vuestro sueño.
«El Berenjenal» en Interviú.