Cada minuto que pasa se deteriora un poco más la imagen de la Casa Real. Es un tobogán de descrédito y su consiguiente desafección popular. Pero lo más interesante resulta ser el seguimiento informativo del proceso de descomposición de la corona. Donde antes había un silencio (legislado y amenazante), ahora hay datos sonrojantes y mucho cachondeo popular.
Hay de todo. En el último número de Lecturas (la revista que le compro a mi madre), aparece en portada una infanta Cristina seria y ojerosa con el titular: «Cristina espera un milagro». ¡Un milagro! En el interior, una crónica calculada al milímetro en la que Urdangarín es el malo; la Infanta, no queda claro; la Reina, en el extranjero, «más solidaria que nunca»; el heredero, en su discreto tercer plano; y el Rey… (ahí está el tema), preocupado por cómo van las cosas. Una crónica de suave y edulcorada —sacarina, ya no azúcar— periodismo rosa y azul que refleja solo un 20 por ciento del verdadero malestar general. (Han sido muchos años de crónicas laudatorias de viajes y regatas, como para virar de repente al prerrepublicanismo).
Los escándalos reales se están cargando el mito del Rey garante de la democracia. Su inmunidad parece ser una alfombra que esconde cosas que no queríamos saber. Pero ahí están, y cada vez que Urdangarín baja la rampa del juzgado de Mallorca, toda la familia baja con él. Cada vez que un periodista habla del futuro de la monarquía, esquivando la incómoda verdad, un elefante se da de bruces contra un árbol en África. Seguiremos atentos.
«El Berenjenal» en Interviú.