Ya han pasado muchos días, pero la herida sigue abierta. Los despreciables asesinatos de la revista Charlie Hebdo están trayendo cola. Yo creo que ya se ha dicho todo. Lo que había que decir, lo que necesitábamos escuchar y hasta lo que no hacía falta. Cuando algo se alarga y se masifica, está condenado a la exageración, y claro, la manipulación, el uso, el abuso, las contradicciones y las imposturas tardan poco en llegar. El mismo director de Charlie (por si alguien se había olvidado del ADN cañero de la publicación) ya ha dicho que le dejen en paz y, sobre todo, que le da asco escuchar los apoyos de los que siempre le han odiado. A ver, el drama es incuestionable, la condena es racional, automática y obligada (faltaría más) pero algunas reacciones empiezan a ser cargantes. Todos esos mandatarios unidos (con Sarkozy colándose en la primera línea de la manifestación) desprendían un tufo oportunista, de obligado cumplimiento. Ahí estaba Rajoy, por ejemplo, representando un país en el que manifestarte te puede salir muy caro con la nueva ley. Todos ven la libertad de expresión en el país ajeno. Aquí, en España, quieren crujir al genial Javier Krahe por un vídeo prehistórico y casi naíf donde se cocina un Cristo. ¿Vamos a hacer algo? No sé… Cuando las proclamas se convierten en algo mainstream, dejan de parecer sinceras.
En el estadio del Barça, hace dos sábados, te daban un cartelito con el ya consabido «Je suis Charlie», mientras la publicidad omnipresente de Qatar todo lo iluminaba, todo lo pagaba. Qatar es ese país señalado por todos, pero acusado por nadie. Cuesta mucho condenar a un rico. También leo como se subastan los preciados ejemplares de Charlie, y ahí ya el morbo saca su pestilente cabeza entre el drama. Espero que al final, después del ruido, quede algo sólido en la consciencia colectiva. Algo para aprovechar, algo que nos haga ser una sociedad más sana, con la libertad más protegida. Si todo esto sirve para dignificar a los heroicos compañeros que hacen humor contracorriente, pues… mira, habrá valido la pena soportar el vendaval mediático global, cargado de matices, debates y enfoques. Pero, eso sí, aunque sea por la memoria de los desaparecidos, habría que exigir un poco de respeto, honestidad y coherencia. ¿Es mucho pedir?
El verdadero presidente de España es José Luis Gil
Hablo del actor, ese gran actor de comedia que, en efecto, es el auténtico presidente por antonomasia. Desde que ese caballero de la escena que parece haber sido pintado por el Greco debutó como presidente de la comunidad de vecinos de «Aquí no hay quien viva», no puedes imaginar a otro. Gil es más bueno que la propia serie en la que trabaja. Nos contó la otra noche que le tocó ser presidente en la vida real. Solo seis meses. «Un día, vino un pintor para unos trabajos en la escalera y tuve que atenderle. Bueno… la cara de ese hombre cuando me vio… Estaba buscando la cámara oculta por todos lados». Gil personifica a la perfección ese hombre atribulado y austero en mitad de la locura y el desconcierto. Un ser amenazado y avergonzado de lo que ve que acaba implicándose incomprensiblemente en el despropósito. «Tienes una dignidad puteada», le dijo Berto. Y es verdad. Yo creo que estaría bien que lo pusiéramos un tiempo como presidente del Gobierno. Hasta las próximas elecciones. Total… ¿qué podemos perder? Sería un gustazo verlo codeándose con Hollande, Merkel, Cameron y todos sus colegas europeos. Ninguno de ellos es una fiesta. La serie podría llamarse: «Europa. Aquí no hay quien sobreviva».
«Memorias en diferido» en Interviú