A veces, las cosas que piensas salen bien. Los planes se hacen realidad y salen bien, muy bien. A veces, todo encaja, todo crece, todo luce… Entonces te entra un cierto escalofrío de placer. Es algo agradable. Soy de los que cree que eso hay que celebrarlo porque la vida está llena de zonas grises, de pruebas fallidas, de expectativas no cumplidas o sencillamente de normalidad. Hoy quiero escribir sobre el «escalofrío de placer». Eso es lo que sentimos los de El Terrat tras la primera edición de SINGLOT, nuestro festival de comedia que acaba de nacer.
Cuando propuse la idea a nuestros compañeros de TheProject que gestionan el festival de Porta Ferrada en Sant Feliu de Guíxols, solo tenía una intuición, muchas ganas y un equipo brillante a mi lado (sin mi equipo, todas mis intuiciones no pasarían de ocurrencias). Tras los cuatro días de festival, lo que tenemos es una fantástica realidad. Y eso lo ha hecho posible todo el mundo implicado. Todos han puesto de su parte para que se cuadraran los astros locos de la comedia, consiguiendo que SINGLOT tenga alma y futuro. Desde el diseño de un cartel iconográfico de Javier Jaén presentado hace meses, hasta el espectador que compraba las entradas para los espectáculos, hay un montón de personas que «explican» un éxito. Las productoras, los de comunicación, los técnicos, la organización de Porta Ferrada, los de Mongolia (Edu y Darío), Leo Bassi, Berto, Joglars, Faemino y Cansado, Manu Górriz, Toni Albà, Antonio Rico… Un verdadero circo, una especie de familia bien avenida con ganas de estar juntos, de sumar, de compartir todo lo que estaba pasando. Hemos reído, nos hemos reunido los compañeros, hemos intercambiado ideas, planes y complicidades. Todo con buen humor, sin quejas, con risas como no podía ser de otra manera. ¡Era un festival de comedia!
Nos hemos querido un poco que también hace falta. Menos competir y más celebrar nuestro bendito oficio de la risa. Yo creo que SINGLOT ha llegado para quedarse porque estas cosas se notan. Vamos a trabajar muy duro (como siempre), para estar a la altura de todas las expectativas. Vamos a esforzarnos para cuidarlo, y potenciarlo. No dejará de ser algo un poco egoísta, porque queremos que vuelva a repetirse el «milagro», el escalofrío. Queremos volver a encontrarnos delante del mar, con nuestras tonterías y volver a comprobar que el humor puede con todo.
Me da verguenza que hablen bien de mi. Pero me gusta. ¿A quién no? Más que hablar bien, lo que me gusta es que me «expliquen», porque eso es algo que no sé hacer. Uno nunca sabe como funciona su cabeza y porque sale de ella lo que sale.
Por eso, cuando mi amigo Edu Galan me presentó en Madrid junto a mi libro «No entiendo nada», me quedé de piedra. Ruborizado y agradecido. Este es el texto. Algo no muy habitual en las presentaciones, normalmente dicharacheras y superficiales. Qué tío el Galán. Cómo se lo preparó. Y qué bien lo pasamos.
Espero que me perdonéis si me pongo algo serio. No me volverá a pasar, pero mi madre me dejó dicho de niño que me comportase así si alguna vez presentaba un libro de Andreu Buenafuente en Tipos Infames y delante de tanta gente inteligente.
Es extraño: no recuerdo la primera vez que vi a Buenafuente y, a un tiempo, recuerdo perfectamente la primera vez que vi a Buenafuente. No tengo ni idea cuándo fue la primera vez que le vi en la tele y sí me acuerdo de la primera vez que le vi en persona, a través de una ventana de un hotel del centro de Barcelona, hace tres años. Andreu hablaba por el móvil, a su bola, y nosotros, mis compañeros de Mongolia, Darío Adanti, Rapa, y yo, le mirábamos desde dentro, habíamos quedado allí para que nos presentase «El libro rojo». «¿Es él?». «Sí, es él». «Che, no es él». «Bolú, es más alto en persona». «Ná, no puede ser él». Pero no importaría aquí la primera vez que vi a Buenafuente si no fuese porque después de la presentación cenamos juntos unos cuantos y, entre esos cuantos, la gran Mónica Carmona, la editora de «No entiendo nada», de Reservoir Books. Yo estaba allí cuando se conocieron Mónica y Andreu, amigos, y ahora me siento como un fan quinceañero pero en ese momento me comporté como los imbéciles que estaban allí cuando los Beatles tocaban en The Cavern y, en lugar de atender, se dedicaron a comer perritos calientes mientras ellos reinventaban «Long tall sally».
Yo sabía que Andreu tenía insomnio, que solo es una etiqueta clínica para cómo me imagino su cabeza. Ahí dentro debe de sonar, de continuo, el «tum-tum-tum-tum tum, tum, tum» del inicio de «White room» de Cream. Así me imaginaba yo, así me imagino yo, el cabolo de Andreu cada vez que me mandaba, cada vez que me manda, sus dibujos al Whatsapp por las noches. Pensaba en ese ritmo de Ginger Baker y también pensaba «qué cabrón, qué bueno es», pensaba mucho «qué cabrón», mucho más, la envidia, ya sabéis, pero también pensaba en Mónica Carmona y en Reservoir. Esto yo no se lo decía ni a Andreu, ni a Mónica, aunque ella y él ya estaban, en aquel momento, conspirando a mis espaldas para editar sus dibujos.
Hablemos de «No entiendo nada», esa serie de descargas eléctricas ilustradas que hoy presentamos. Descarga uno: un hombre se mete la mano en el corazón y se lo extirpa cantando «Jesusito de mi vida… te doy mi corazón». Descarga dos: de un culo caen personas hechas sombras y titula «Líder de opinión». Descarga tres: un monstruo de miles de ojos mira a un Andreu y él proclama «Esto debe de ser la popularidad». Se empeña este señor de mi lado en darnos zarpazos (cómicos, dramáticos, psicodélicos, surrealistas) con sus dibujos y lo consigue gracias a una extraña cualidad.
Por debajo de la aparente discontinuidad del volúmen habita, qué maravilla, un discurso de alguien que mira al mundo con plano detalle, entre la ingenuidad (y el cierto asombro que conlleva) y el recelo (y la cierta amargura que conlleva). Cada vez estoy más en contra de la ocurrencia, una cosa que premian extraordinariamente las redes sociales, y más a favor de un discurso con frases subordinadas o dibujos subordinados. Noto que este rollo igual os suena a algo de viejo pero es que yo, amigos, desde niño siempre he querido ser viejo. Cojo un ejemplo canónico del libro de Andreu: como en clase, ¡abrid todos por la página 120! Un hombre a lo Munch grita, desde la deformidad que le proporciona su aullido, porque, según escribe Andreu, se «ha quedado sin horizonte». Con él, de pronto, notas que el artefacto blanco de Buenafuente va mucho más allá de una excusa contra el insomnio. Utiliza mi maestro, el psicólogo Marino Pérez, en su tratado «La invención de los trastornos mentales» (Ed. Alianza) el concepto orteguiano de horizonte como constructor del sentido de la vida: cuando crees que llegas a él descubres otro más, y perseveras en el camino. Vivir es perseverar en el camino, siempre que encuentres un horizonte hacia el que ir. Pero cuando este horizonte desaparece, queda lo que entiende, escribe y dibuja Andreu: un grito seco, difuminado, que abrasa cualquier rasgo facial. Casi plasma Buenafuente ese grito total y sordo en el que Michael Corleone se hunde al final de «El Padrino III» con el asesinato de su hija. Nada destroza más horizontes que perder a un hijo. Cada una de las páginas de «No entiendo nada» son matrioskas a las que vamos desmontando desde significados grandes (la fama, la soledad, el amor, las clases sociales) hasta significados mínimos.
Ahora vamos a lo gordo: ¿qué cojones hace un cómico televisivo dibujando? ¿Cómo se atreve? Respondo a lo bruto: ¡porque no le quedaba más remedio! El poeta ovetense Ángel González escribió «yo no soy más que el resultado, el fruto». Repito: «yo no soy más que el resultado, el fruto». ¡La Tradición, cojones! ¿Cómo explicaríamos el humorismo español sin cómicos dibujantes? Gila, Azcona, Chumy Chúmez, tan negros de postguerra, o los actuales Miguel Noguera, Raúl Cimas, Carlos Areces, Joaquín Reyes. Y los que se me pierden por el camino. A ellos honra Andreu con su «No entiendo nada» y, además, también se honra a si mismo: sabe distinguir que para esto también vale, el muy cabrón. En el fondo, todos tratamos de lo mismo: de honrar un oficio y, con él, a los muertitos nuestros que nos precedieron y que tanto admirábamos.
Antes de cantar su versión musicada de «No sirves para nada» de José Agustín Goytisolo, Paco Ibáñez suele recordar que el poeta le advirtió una vez que no servir para nada significaba la libertad total. Andreu Buenafuente sirve para muchas cosas, entre ellas, para arrejuntar sus dibujos al calor de este magnífico libro. Ahora que le miro de cerca y no a través de una ventana de un hotel, le noto feliz porque está tan preso de sus esplendorosas servidumbres como muchos de nosotros.
Eva y Mónica, gracias, os adoro; Andreu, gracias, maestro, te adoro; gracias a todos.