Señores que se dejan bigote por empatía mutua.
Señores
Samanté
Radio en la tele
El equipo de arte de «Late Motiv» se inventó un maravilloso decorado. Radio dentro de la tele. Un genial Raúl Pérez lo puso muy fácil y, claro, usamos nuestra complicidad y un buen guión para hacer nuestro particular homenaje a la radio que nos parió. Porque así fue y lo tengo presente cada día, cada noche. Ahí ando con Berto en el «Nadie», treinta años después. No quiero dejarla nunca. No puedo. Hermanarla con la tele fue algo mágico y lo volveremos a hacer. ¡¡¡Vaya juguete nos han regalado!!!
(Foto: Cristina Alvarez. Late Motiv)
Siempre la radio
Entré a trabajar en la Ser en 1982. Ha llovido un poco. No mucho porque somos un país seco. En la radio aprendí el curioso oficio de contar tus cosas y hacerlas interesantes o divertidas. Lo suficiente para que te sigan contratando y pase la vida y pasen más cosas para ser contadas y reidas y todo adquiera, así, una extraña naturalidad. Luego vino la tele y una época en la que, por responsabilidad, no podía compatibilizar los dos mundos. Lo pasé mal porque echaba de menos la radio. (Durante meses no podía escucharla, pero por suerte se me pasó). Siempre estaba en mi cabeza. La radio seguía sonando porque yo la asociaba a los momentos más divertidos de mi vida y eso ni puedes ni quieres olvidarlo.
Cuando nos inventamos el «Nadie Sabe Nada» con Berto, sentí que algo bueno iba a pasar. Esas cosas se sienten. El programa me ha reconectado con lo que fui o con lo que no he dejado de ser. El día que presentamos la programación de la Ser, una especie de placer me recorría todo el rato. ¡¡¡Ahí estaba después de treinta y cuatro años!!! ¿No me digan que no es para estar contento? ¡He aguantado! Ha empezado nuestra cuarta temporada pero, en mi caso, sigue el guión de mi vida siempre ligada a la radio. Y lo voy a celebrar cada semana téngalo por seguro.
Imprescindible Puntí
El otro día, saliendo de la radio después otro inolvidable «Nadie Sabe Nada», me encontré con uno de mis ídolos. No pasa todos los días. Para mi, un ídolo es alguien al que admiras por su trabajo, por su personalidad artística, porque tienes la sensación de que es incomparable e irrepetible y disfrutas con todo lo que hace. Alguien imprescindible. Si lo piensas un poco, no hay tantos que respondan a este perfil y eso además de lógico, es bueno. El ídolo (mi ídolo) al que me encontré se llama Adrià Puntí. Estaba de promoción con su último disco y fue él quien vino a mi encuentro. Me regaló su trabajo y un libro. «Joder, pero si yo soy fan tuyo Adrià. Muchas gracias, de verdad». Me empeñé en que sonara creíble porque así es. Él, con esa timidez de serie, eludió un poco el halago y nos intercambiamos un abrazo. Poco más. No hace falta más. Conozco y admiro a Puntí desde siempre, desde Umpah-Pah y mira que ha llovido desde entonces.
Ya en sus inicios, detectabas que era especial, que escapaba a la norma y a las etiquetas, que tenía un mundo, una lírica y una voz con las que podría hacer lo que quisiera. Y eso es lo que ha hecho exactamente. Ha hecho lo que ha querido, cuando ha querido y como ha querido. Con sus desapariciones, sus vacíos, sus retornos, sus idas y sus venidas. Adrià Puntí es tan bueno que cuando no está se le echa de menos y cuando regresa se celebra. Como ahora, con su nueva colección de canciones arrancadas de su biografía, de su imaginario, de su poesía cotidiana. Un gran músico catalán me dijo en una ocasión: «Puntí es el mejor de todos nosotros. Solo tenemos que esperar a que tenga ganas de cantar y de actuar. Depende de él». Quizás tenga razón o no, ¡qué mas da! Puntí es Puntí y el hecho de que vuelva a estar en los escenarios debería hacernos brindar con aguardiente.