El F.C. Barcelona está viviendo un «duelo en vida» con la marcha de su entrenador Pep Guardiola. Algo muy extraño, muy bonito, muy digno y un poco inquietante. Se marcha, voluntariamente, el técnico más brillante de la historia del club. Todo el mundo dice entenderlo, pero todo el mundo experimenta un dolor en la despedida, un lamento sostenido por lo que se pierde, después de ganar tanto, de disfrutar tantísimo.
En ese juego de equilibrios emocionales está la grandeza del Barça. Yo soy un culé moderado, pero me quito el sombrero ante la hoja de servicios de Guardiola. Me gusta lo que ha hecho, pero me gusta todavía más cómo la ha hecho. Ha aportado dignidad, profesionalidad, equilibrio, clase y muchos más valores que iremos recordando en los próximos tiempos. Guardiola ha mejorado el fútbol, esa pista de aterrizaje tan propicia para todo tipo de aves del más variado pelaje. Guardiola deja una huella del tamaño del Camp Nou. Un manera de hacer que ojalá sea un estilo a seguir. Lo más sensato sería dejar a este hombre tranquilo porque así lo ha querido. Deberíamos guardar su merecido trono y tratarlo como una persona normal, un enamorado del fútbol, un tío pasional que se ha ido a cargar pilas y que volverá. La gente como Guardiola no se puede quedar en su casa. Volverá, seguro.