Quizá haya escrito alguna vez aquí que me siento un privilegiado. No importa, porque puedo repetirlo y, sobre todo, saborearlo, valorarlo, decirlo bien alto para que quede muy claro. Me siento un privilegiado por muchas cosas, pero la que más me emociona es el cariño, la amabilidad que me transmite la gente. Hablo del gesto espontáneo, generoso y sincero de la gente común. La que no espera nada a cambio, la que solamente quiere hacerte saber que les alegras la vida y que te echan de menos. Cuando me lo dicen (últimamente ha repuntado), me la alegran a mí. Y no hablo del ego, ya que creo tenerlo colmado para varias vidas. El ego aburre. Una vez lo tienes amueblado y dimensionado para actuar, pues ya está. Hablo de otra cosa. Hablo de emoción, de cariño. Cuando me dicen cosas así, llenan mi vida, dan sentido a tantos esfuerzos, tantos sinsabores que se esconden en las cunetas de una carrera que ya viene siendo larga, como la de un servidor. Todo se olvida con un «Andreu, este café no te lo cobro, por tantas noches de compañía». ¡No me digan que algo tan sencillo no es un regalazo! Mi día a día está trufado de momentos así, y siempre, siempre, me pillan desprevenido y me emocionan.
La lista de detallistas anónimos sería más larga que la guía telefónica. La semana pasada, en un taxi: «Yo me muero y tú no te enteras. En cambio, te mueres tú y la gente dice: «Vaya putada»». Ahí tercié un poco, lo reconozco, y le dije al conductor: «Bueno, bueno. No va a morir nadie. Al menos en este trayecto». Risas, más agradecimiento, complicidades, alguna confesión. Créanme: la gente es buena por encima de sus posibilidades. Y su bondad anula a los cuatro hooligans amargados, que los hay, y que no bajan la media. La gente, la buena gente, me ha traído hasta aquí, y solo por ella, por lo que significa, vale la pena luchar por un mundo más divertido. E incluso hacerse fotos todo el rato.
«El Berenjenal» en Interviú.