Para algunos, la palabra Independencia provoca escalofríos. Para otros, se trata de la expresión de un sentimiento, de un anhelo, de un legítimo deseo. ¿Quién tiene la autoridad moral de demonizar un sentimiento? La Diada de Cataluña, este 11 de septiembre, venía caliente. Nunca como ahora (que yo recuerde en los últimos años), se había detectado un auge tan importante de las ansias independentistas en Cataluña. Estamos hablando de amas de casa, de electricistas, de conductores de autobús, de gente común con bastantes dedos de frente. Ya no hablamos de radicales o de extremistas (que los hay y en todas partes). Se equivocarán los que ridiculicen, menosprecien o estigmaticen a los independentistas, desde la visión monolítica e intocable del Estado español. Los Estados, como la vida, están en constante transformación, se adaptan, responden y reaccionan a las circunstancias, las crisis, las faltas de expectativas, los desequilibrios… A todo. Todo afecta.
Una sociedad la forman TODOS y hay que escuchar y respetar a todos. Hay que dialogar, escuchar, pactar, ser más listos que los problemas, avanzarse a ellos y RESPETAR. Si no se actúa así, no tenemos nada. Bueno, sí: tenemos un montón de gente distanciada abismalmente, separada como continentes, reprimida e intolerante. Habría que transformar las amenazas en oportunidades para el diálogo, para sumar más que para distanciarnos. Yo no tengo una idea clara sobre la independencia de Cataluña. No me gustan las fronteras. Eso no quita que respete a todo el mundo y a sus ideas y exijo que sea mutuo. Si yo fuera presidente de España, me tomaría el tema muy en serio (sería mi trabajo no en vano) y no tiraría de argumentos metafísicos en una época crudamente pragmática y con miles de catalanes en la calle. Gente que no quiere enfrentarse a nadie, según han dicho. Solo quieren reafirmarse en su identidad. Y eso es tan íntimo y personal como los sueños.