Alguien que sepa del tema, alguien preparado y con estudios superiores, debería analizar seriamente el tema del optimismo. Esa energía mental y vital que nos hace esperar lo mejor a pesar de estar «en lo peor» tras comprobarlo día a día, noticia a noticia. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo podemos esperar una mejoría, cuando los que deberían allanar el terreno, solucionar las cosas, se empeñan patológicamente en hacerlo cada vez más impracticable? ¿Cómo puedes ser optimista, viendo la que ha liado Gallardón con una ley del aborto de los años setenta? Pues, por increíble que parezca, somos optimistas. Yo mismo mandé un guasap para fin de año con una flecha señalando hacia arriba y una frase: «Este año, sí». Vale, llevaba una buena dosis de sorna, pero en lo más profundo de mis deseos, una pequeña luz me empujaba a desear que las cosas fueran bien. Quería compartir ese sentimiento, muchos lo hicieron. ¿Desear cosas buenas es de optimistas o más bien un reflejo de supervivencia? Otra pregunta para el estudioso del tema. Me viene otra sentencia a la cabeza: el optimista es un pesimista mal informado. ¡No! Hoy me niego a entrar en ese juego. La gente no se informa tanto como creemos los que trabajamos en este gremio. Este frenesí que nos sacude a los de los medios (y que ahora ha enloquecido con las redes sociales), no afecta tanto a la población en general. La gente tiene muchas cosas que hacer, no compra demasiada prensa y lleva otro ritmo informativo. No es que sea bueno o sea malo, es que es así. Por lo tanto, las noticias les llegan más reposadas, no tan afiladas (salvo alguna excepción) y las someten a esa otra energía llamada «sabiduría popular». Lo importante quedará, lo superficial se disolverá. Por mucho que se empeñen esos tertulianos incendiarios o esos periódicos obsesionados en explicar las cosas como les gustaría que fueran y no como son realmente. La gente, con sus vidas a cuestas y el tiempo y el esfuerzo que eso conlleva, quiere saber cómo evoluciona Schumacher, por ejemplo, y no entiende ni tiene ganas o tiempos de analizar lo del Canal de Panamá y la empresa Sacyr, que ahora dice que todo vale mucho dinero. Vaya novedad, por cierto. Cualquiera que haya hecho obras en casa sabrá que el presupuesto inicial es tan solo una broma respecto a la factura final.
Pero a pesar de todo, la gente es optimista, la gente es buena, la gente quiere que las cosas vayan bien. El Gobierno lo sabe y saca pecho con las cifras del paro, filtrándolas unas horas antes (a pesar de que lo nieguen), para conseguir el efecto de zanahoria gigante atada a un palo y ponerla delante de todos los españoles. Bueno, vale. Mejor esto que una patada en los huevos, que decían en mi pueblo los optimistas de antaño. Baja el paro. Muchos se alegraron y es justo reconocer la buena voluntad de esa alegría. Menos parados: ¡Bien! En ese momento no te acuerdas de que el Estado de bienestar se está erosionando a marchas forzadas. No caes en que la sanidad pública está bajo mínimos (ojalá no la necesites) o en que los bancos, después de recibir una increíble inyección de dinero, siguen despidiendo y cortando el grifo del crédito. Por poner solos dos ejemplos. No, no. No te acuerdas de eso. Solo ves lo bueno de que disminuya esa lacra del paro. Me viene a la cabeza mi amigo Leopoldo Abadía, que siempre dice: «Yo hablaré del final de la crisis, de buenos augurios, el día que empiece a bajar de verdad el paro». Hoy deber ser uno más de los optimistas. Optimistas, a pesar de todo.
«El Berenjenal» en Interviú.