Lo que Cataluña plantea a España es un divorcio, y veremos si puede ser amistoso. La manifestación o concentración del pasado 11 de septiembre en Barcelona fue un tsunami ciudadano sin precedentes. La gente arrinconó a la políticos, los dejó en la cuneta, les puso una silla y les dijo: «Sentaos y mirad. Esto es lo que pensamos». Si lo quieres ver, lo ves y si no, haces como el avestruz que, ante el peligro, mete su cabeza bajo tierra: «No lo quiero ver, no existe».
Ningún divorcio es fácil. Leo que, con motivo de la crisis, han disminuido un 24% y que los abogados se las ven y se las desean para rebajar las pensiones. No hay amor, ni hay dinero. Ese dinero (o mejor dicho, la ausencia de él) que tiñe y teñirá todo este proceso. Como aseguran muchos expertos, han sido la crisis y sus asfixiantes medidas gubernamentales las que han multiplicado las ansias independentistas en Cataluña. Por lo tanto, estamos ante un cóctel inédito e inquietante donde se mezclan sentimientos y economía. Un cóctel que se agita, declaración a declaración, desvarío a desvarío.
Desde mi infinita modestia, propongo algo que no se cumplirá: que hablen solo los que saben de lo que hablan. Parece una nimiedad, ¿no? Y mucho más aquí, donde opinar es gratis y ofender, un mérito. Se necesitan personas responsables y tolerantes para llevar el timón de uno de los episodios más trascendentes de la historia reciente. Voy a comprar palomitas, que ya ha empezado la peli.
«El Berenjenal» en Interviú.