«Cuando despertó, Aznar todavía estaba allí. Y González y Zapatero…». Habría que actualizar el que, según dicen, es el mejor relato corto de la historia en lengua castellana, escrito en 1959. Estoy seguro de que su autor, Augusto Monterroso, estaría de acuerdo. Yo lo llamaría Los expresidentes (dinosaurios). Yo nunca he presidido un país (no me lo han propuesto), pero me imagino que debe de ser algo que te cambia para siempre, algo adictivo. Una especie de tortura dulce, una condena buscada, un infierno con moqueta y servicio de habitaciones las veinticuatro horas. Como si te colocaran en el centro de un tornado pero te blindaran para que a ti, solo a ti, no te pueda pasar nada. Puedes arrasar todo a tu paso, pero tú no te despeinas. Como si un genio de la lámpara te entregara su lámpara. Luego promulgas un decreto y echas al genio, te quedas con el poder y tu propia conciencia (eso sí que es la soledad) y te rodeas de un montón de señores y señoras a los que llamas «Gobierno». El Gobierno es tu coartada, tus cómplices. Personas frías que no discrepan contigo, empapadas de doctrina y que desconectan del pulso de la calle desde el primer momento en que juran su cargo ante la atenta mirada del Rey y del presidente.
Los presidentes envejecen muy rápido, suelen tintarse el pelo, viajan, no hablan (bien) el inglés, justifican todas sus decisiones (por desenfocadas y radicales que sean) en virtud de lo que se ha venido a llamar el bien común. Con lo del bien común puedes dormir tranquilo todas las noches. También depende, claro, de la pachorra que lleves de serie antes de ser presidente. ¿Que cada día hay una manifestación, una marea, protagonizada por un colectivo machacado? No pasa nada. «Se han tomado unas decisiones, duras, pero son por el bien común de todos los españoles». Eso no es verdad, claro, porque hasta un niño de cinco años sabe que no todos los españoles son iguales. Hay castas, grupos, siempre los hubo y siempre los habrá. Los más privilegiados lucharán y presionarán para que sus privilegios se recorten lo menos posible. A estos, el bien común, el equilibrio social, les importa tanto como a usted y a mí el voleibol japonés. Y así van pasando los años, y los presidentes ansían empalmar legislaturas hasta donde la ley les permite, y luego pasan a mejor vida.
Con lo de mejor vida no me refiero a que se vayan al otro barrio, sino que la condición de expresidente, según parece, todavía es mejor. Suelen dejar unos meses como de luto, lo que no significa que no se busquen la vida en empresas de postín aunque no tengan experiencia en el sector. Les pagan una pasta de escándalo por sentarse en los consejos de administración. Nunca estuvo tan bien pagado el hecho cotidiano de sentarse. Ya después, con la calma, vuelven a la plaza pública. Suelen hacerlo revestidos de una falsa honorabilidad y ecuanimidad. No es verdad y se les ve a la legua. Están cabreados por no poder seguir. O frustrados por el mal recuerdo popular que arrastran, o sencillamente no soportan a su sucesor. Todo eso depende del ego de cada uno, que a veces no caben en el planeta Tierra. Dan conferencias, crean fundaciones que son trincheras disimuladas como centros de estudio y análisis y… ¡escriben libros! Amigos, los expresidentes no se van ni con agua caliente.
«El Berenjenal» en Interviú.