Fin
El concepto
Barcelona
Qué buena cara se te queda cuando las cosas salen bien. Y mucho más cuando «la cosa» es un pedazo de reto: sacar un show grande de su plató habitual y llevarlo a un teatro. Casi sin ensayos ni pruebas. Confiando en la profesionalidad de un equipo impresionante, espoleado por la ilusión y confiando en un buen público, en este caso Barcelona.
Y salió bien. Bien no, muy bien. Y no se imaginan la ilusión que nos hizo. Durante los tres días en Barcelona una emoción muy especial marcó todos los momentos televisivos que vivimos. Todos. Cuando esto sucede (que no es fácil) te sientes especial y afortunado. Así lo vivimos. Quiero volver a agradecer al equipo su pasión y entrega, a los invitados todo su apoyo y al público esa manera de decirnos que nos quieren. Lo que yo quiero es volver a salir y hacer televisión ante miles de personas. Vibrar y disfrutar con ellos y para ellos. Reír, emocionarnos, con buenos invitados y música en directo. ¿Quién no quiere eso?
El niño que era fan de otro programa
La popularidad (que no el prestigio) nos acompaña a todos los que por suerte o por desgracia trabajamos en la televisión desde hace años. Nos acompaña todo el día, todas las horas. O te acostumbras o lo llevas claro. Como me dijo una vez Terenci Moix cuando yo empezaba: «Si te molesta mucho, déjalo. Tú lo escogiste, así que no te quejes». ¡Cuánta razón! La televisión es el medio que todo lo amplifica y masifica, que todo lo estandariza, que todavía sigue fascinando un poco a pesar de que se han colado personajes que no sabes muy bien lo que hacen o que lo que hacen te produce vergüenza ajena directamente. Es lo que hay, y quejarte mucho te hace parecer un antiguo. Mejor callar y parecer un moderno. Así las cosas, se trata de llevarlo lo mejor que puedas, agradecer SIEMPRE el apoyo de tus seguidores (lo mejor de esta historia) y poner tu mejor cara. Si tienes un mal día, te quedas en casa. Eso es lo que yo hago.
Pero el otro día me sucedió algo inédito en mi coqueteo constante con eso de la fama. Estaba tomándome un café, y un niño, acompañado de su padre, me miraba con indisimulada curiosidad. Yo, como si nada. Cuando me levanté para pagar e irme, se armó de valor y me abordó: «¿Podría hacerme una foto contigo?». «Claro». Pero reparé en su edad, unos diez años. «Aunque no creo que veas el programa, ¿no? Vamos muy tarde», le dije. El chaval era sincero: «No, no. Yo soy muy fan de 'La que se avecina'». No me había pasado nunca. Respondí a su sinceridad con la mía: «Vale. Vamos a hacer la foto, pero déjame que te diga que no sé si es una serie para ti». El padre me miró con ese semblante de derrota doméstica. Como diciendo: «No, si ya…». Me ratifiqué ante el progenitor con educación: «Lo digo en serio, pero es mi opinión; no me hagas mucho caso». Nos retratamos y me fui dándole vueltas. Hace tiempo que pienso en los valores que transmite la serie. No es culpa de los actores (magníficos en la comedia), sino más bien de los guiones, del motor que mueve la comedia, de lo que quieren contar, de las tramas: sexo, sexo, engaño, corrupción y un poquito más de sexo. Todos contra todos, todos encima de todos, cueste lo que cueste. Su aplastante éxito y continua (hasta obsesiva) repetición han generado un impresionante fenómeno en la calle. La ven todos los niños. Si tuviéramos que analizar la ficción de comedia, seguramente nos tiraríamos varios siglos y no creo que nos pusiéramos de acuerdo. Cada uno es libre de hacer lo que quiere, faltaría más. Hay tantos estilos como autores y eso no tiene que ser malo. Solo quería reparar en el hecho de que los más jóvenes están fascinados e idolatran a esos seres marrulleros, insolidarios y liantes. ¿Eso es bueno? «Hombre, es una serie de ficción!», me dirán los interesados. Claro, claro. Entonces no hay ningún problema, ¿no? Vale, vale…
Ya no sé qué regalar
La gente ya no regala como antes. Primero, porque no puede y ha descubierto que no hace falta comprar cosas que no necesita con el dinero que no tiene. No pasa nada, el mundo gira igual. Segundo, porque quizás ya lo ha regalado todo. Me acuerdo ahora de esa gente que dice que dejó de beber porque ya se había bebido lo suyo y ahora se estaba bebiendo lo de los demás. En mi caso, creo que ya lo había regalado todo y tengo fundadas sospechas de que estaba regalando también lo de otros. No es que vaya de generoso patológico, pero sí es cierto que me gusta más regalar que ser el beneficiario. Y con la fiebre consumista de hace unos años llevé ese placer a las más altas cotas de la estupidez. A mucha gente le pasó. Pero mis problemas empezaron cuando me repetía con los presentes y solo me salvaba el tique regalo. Los amigos sonreían con educación y al día siguiente acudían a la tienda para cambiárselo por otra cosa. Bien por ellos, mal por mí. Toqué fondo. O techo. El caso es que tomé conciencia (eso es la edad) de lo absurdo que es regalar a destajo por la imposición de unas fechas y toda la artillería de márquetin que disparan sobre nosotros en Navidad. ¡Ya está bien, hombre! Descubrí, asimismo, la enorme ilusión que genera un regalo fuera de temporada. Son los mejores. Es como si recuperara todo su auténtico significado. Un regalo inesperado, un detalle, un gesto, tienen mucho más valor que unos calzoncillos o una colonia. Así las cosas, yo regalo todo el año, cuando quiero y a quien quiero. Gano más, emocionalmente hablando, y gasto menos económicamente. Fin del problema.
«Memorias en diferido» en Interviú
Caducar
Alguien decidió que aquella reivindicación había caducado. Habrá que pedir algo nuevo. Ahora que empieza el año parece un buen momento.