Lo de Valencia

Jueves, 21 de noviembre de 2013

Sí, ya sé que voy tarde, que se ha hablado mucho (y lo que te rondaré), pero no todos los días se cierra una televisión autonómica de peso. El tema se las trae y lo conozco un poco. Se trata de una muerte vaticinada, pero no por ello menos dolorosa. Una dura y desagradable metáfora del despropósito. Los políticos se comportan normalmente como elefantes en cacharrerías, pero convendrán conmigo en que, cuando entran en contacto con los medios de comunicación, tendríamos que hablar de dinosaurios en fábricas de cristal. ¡Madre del amor hermoso! Se podría hacer peor, pero habría que estudiar muchos años. Es muy difícil.

Conozco y valoro el talento artístico de los valencianos. Su sentido del humor, su olfato intelectual, su capacidad de ser críticos y creativos. Por eso nunca entendí cómo podían tener una tele sumisa y paródica como la que tenían. Es que no me entraba en la cabeza. Cuando empecé mi carrera en TV3, a mitad de los noventa, vivimos con emoción cómo aumentaban continuamente nuestros seguidores en Valencia. Recuerdo que durante un viaje a esas tierras para presentar un libro (les hablo de cuando había librerías), me salió algo parecido a «los valencianos no tienen la tele que se merecen». ¿Repercusión? Ninguna. Solo vino un medio o dos (a pesar de aglomerarse más de mil personas en aquella librería) y los demás pasaron de nosotros. Solamente la Cartelera Turia aguantaba la débil antorcha de la imparcialidad y la opinión sin miedos. Cada año organiza unos premios que eran (y siguen siendo) como una cerilla en mitad de la oscuridad.

Otra vez hicimos nuestro programa durante cuatro días en la Ciutat de les Arts. Invité públicamente a Rita Barberá, la alcaldesa. ¿Repercusión?: la misma que años atrás; o sea, ninguna. El silencio. No hubo eco en prensa ni, por supuesto, en la tele pública. Nunca un adjetivo fue tan equivocado. Pese a que lo mío era una chorrada y a conocer ya cómo se las gastaban por allí, no dejaba de sorprenderme que los valencianos, más allá de su color político, no tuvieran el más mínimo interés en gozar de unos medios de información modernos, que contaran lo que pasaba. Les estaban contando una parte sesgada e infantilmente parcial de la realidad. ¡Como si los valencianos fueran tontos! Me hablaban, mis amigos, del omnipresente y asfixiante control del Partido Popular. De la inoperancia de los socialistas; del eterno y absurdo debate de si el valenciano es una lengua diferente al catalán, esas cosas… Total que, entre unos y otros, la casa sin barrer y hasta arriba de porquería. Años más tarde, vendría una catarata imparable de desfalcos, procesos judiciales, dimisiones, corrupciones, aeropuertos, trajes, viajes papales, Tierras Míticas, Ciudad de la Luz, amiguitos del alma y demás detritus políticos que sacaron a la luz lo que durante tantos años circulaba por las cloacas más interesadas del poder. Escoria y burla ante las mismas narices del pueblo valenciano. Todo, como una gran película de Berlanga. Tan exagerado y ostentoso que parecía imposible.

¿Qué hacía, mientras tanto, Canal 9? Pues… no mucha cosa. Los sucesivos gobiernos populares ya se habían encargado de crear una tupida red de miedo, censura, dependencia e intereses. Hicieron bien los compañeros de Canal 9 pidiendo perdón por silenciar el accidente del metro. Un perdón simbólico por tantos años de espaldas a la ciudadanía. Ahora, el Gobierno debería pedir perdón por el saqueo y la manipulación. Y partir de cero. Canal Cero debería llamarse. Empezar de nuevo con la lección aprendida. Sí, yo también soy pesimista.

«El Berenjenal» en Interviú.

Los expresidentes

Jueves, 14 de noviembre de 2013

«Cuando despertó, Aznar todavía estaba allí. Y González y Zapatero…». Habría que actualizar el que, según dicen, es el mejor relato corto de la historia en lengua castellana, escrito en 1959. Estoy seguro de que su autor, Augusto Monterroso, estaría de acuerdo. Yo lo llamaría Los expresidentes (dinosaurios). Yo nunca he presidido un país (no me lo han propuesto), pero me imagino que debe de ser algo que te cambia para siempre, algo adictivo. Una especie de tortura dulce, una condena buscada, un infierno con moqueta y servicio de habitaciones las veinticuatro horas. Como si te colocaran en el centro de un tornado pero te blindaran para que a ti, solo a ti, no te pueda pasar nada. Puedes arrasar todo a tu paso, pero tú no te despeinas. Como si un genio de la lámpara te entregara su lámpara. Luego promulgas un decreto y echas al genio, te quedas con el poder y tu propia conciencia (eso sí que es la soledad) y te rodeas de un montón de señores y señoras a los que llamas «Gobierno». El Gobierno es tu coartada, tus cómplices. Personas frías que no discrepan contigo, empapadas de doctrina y que desconectan del pulso de la calle desde el primer momento en que juran su cargo ante la atenta mirada del Rey y del presidente.

Los presidentes envejecen muy rápido, suelen tintarse el pelo, viajan, no hablan (bien) el inglés, justifican todas sus decisiones (por desenfocadas y radicales que sean) en virtud de lo que se ha venido a llamar el bien común. Con lo del bien común puedes dormir tranquilo todas las noches. También depende, claro, de la pachorra que lleves de serie antes de ser presidente. ¿Que cada día hay una manifestación, una marea, protagonizada por un colectivo machacado? No pasa nada. «Se han tomado unas decisiones, duras, pero son por el bien común de todos los españoles». Eso no es verdad, claro, porque hasta un niño de cinco años sabe que no todos los españoles son iguales. Hay castas, grupos, siempre los hubo y siempre los habrá. Los más privilegiados lucharán y presionarán para que sus privilegios se recorten lo menos posible. A estos, el bien común, el equilibrio social, les importa tanto como a usted y a mí el voleibol japonés. Y así van pasando los años, y los presidentes ansían empalmar legislaturas hasta donde la ley les permite, y luego pasan a mejor vida.

Con lo de mejor vida no me refiero a que se vayan al otro barrio, sino que la condición de expresidente, según parece, todavía es mejor. Suelen dejar unos meses como de luto, lo que no significa que no se busquen la vida en empresas de postín aunque no tengan experiencia en el sector. Les pagan una pasta de escándalo por sentarse en los consejos de administración. Nunca estuvo tan bien pagado el hecho cotidiano de sentarse. Ya después, con la calma, vuelven a la plaza pública. Suelen hacerlo revestidos de una falsa honorabilidad y ecuanimidad. No es verdad y se les ve a la legua. Están cabreados por no poder seguir. O frustrados por el mal recuerdo popular que arrastran, o sencillamente no soportan a su sucesor. Todo eso depende del ego de cada uno, que a veces no caben en el planeta Tierra. Dan conferencias, crean fundaciones que son trincheras disimuladas como centros de estudio y análisis y… ¡escriben libros! Amigos, los expresidentes no se van ni con agua caliente.

«El Berenjenal» en Interviú.

¿Y si nos levantan la camisa? (Otra vez)

Viernes, 1 de noviembre de 2013

Estamos sufriendo demasiado, le hemos visto las costuras podridas al capitalismo con tal precisión que no nos creemos lo de que estamos saliendo de la crisis. Cuando Mariano, y sobre todo Botín, han empezado su campaña de promoción para que vaya calando lo de que «lo peor ha pasado», una sombra de sospecha lo envuelve todo como una bruma maliciosa y nuestra desconfianza sube a la misma velocidad que el Ibex. Algo huele a chamusquina. Y es que a Botín, concretamente, se la ha ido la mano o la boca con lo de «está llegando dinero a España de todas partes».¡Hombre! Si hasta salieron muchos a la calle para hacer guardia, como el que espera avistar un ovni, para ver si cazaban algún maletín. Hasta Iker Jiménez se planteó hacer un programa especial sobre el paranormal suceso. Siempre pienso que la comunicación -el arte de explicar con argumentos e inteligencia lo que haces- nunca ha sido un punto fuerte de las empresas y los gobiernos de este país. Hablo de empresas potentes con altísimas cifras de facturación, que no invierten lo más mínimo en buena comunicación. Prefieren una publicidad previsible o el márquetin estándar. La comunicación sería otra cosa. Hay buenos profesionales, pero nadie los escucha y, al final, se toma al ciudadano por tonto que va a tragar con lo que sea. ¡Como si el mundo no hubiera cambiado vertiginosamente! Se han multiplicado las fuentes de información y de contraste, las redes son autopistas de datos, de testimonios, de argumentos%u2026 Obviar eso es no vivir en el año 2013. (Aquí hablaría de los bancos, pero el espacio del artículo es limitado y, echando cuentas, me salgo de la página).

El propio Zapatero reconoció hace poco que fue un error negar la crisis. Demasiado tarde. Lo suyo es verlo en el momento y reaccionar en consecuencia. Nefasta estrategia de comunicación la suya que, finalmente, se llevó por delante a todos los socialistas menos a Rubalcaba. Bueno, eso cree él. Ahora estamos igual. Atascados. Cuando la sensibilidad popular está al máximo, el paro disparado, el crédito congelado y los recortes desmelenados, hay que ir con pies de plomo, hay que decir la verdad y apechugar. Cualquier otro camino es fruto del escarnio, las chanzas y -lo que es peor- aumenta el cabreo y abre más la brecha entre los que mandan y los que intentar vivir y tirar hacia adelante. La gente tiene la sensación de que nos están levantando la camisa. Otra vez. Puedo entender que como gestor político, hasta el cuello de barro, necesitas dar alguna buena noticia, pero eso no quita que debes ser honesto, realista y transparente. ¿Es mucho pedir?

Me acuerdo ahora de unas declaraciones del genial pintor Antonio López que leí este verano: «La sociedad capitalista ha creado unas formas diabólicas de supervivencia. Mientras los que manejan los hilos no sean víctimas de esas marranadas, no habrá solución. Se va a maquillar todo y no se hará nada». Según esta tesis, se abren dos escenarios para explicar el optimismo que están filtrando. Una: los que manejan están peor de lo que dicen y por fin actúan, o dos: están maquillando a saco, mientras luchan por mantener su chiringuito. Dime pesimista, pero me decanto por la segunda. Voy a taparme las ojeras.

«El Berenjenal» en Interviú.

¿Somos tontos o qué?

Domingo, 20 de octubre de 2013

Cada vez que salen a la luz los informes que evalúan nuestro nivel de formación, nos tiemblan las piernas. Lo del informe PISA, por ejemplo, es como si periódicamente nos colocaran unas orejas de burro a todos los españoles para recordarnos lo tontos que somos, lo mal que estudiamos y las consecuencias que todo eso tiene para nuestro futuro. Puro escarnio. El informe saldrá en diciembre, así que ya podemos ir preparando el capirote para colocarlo en la cabeza de nuestros jóvenes. Estarán muy contentos, ya verán. El Gobierno subiendo las tasas de las universidades para que solo estudien los ricos y, encima, vamos a recordarles que no tienen nivel. Muy bien, muy bien.

Mientras tanto, para ir haciendo boca y evitar que nos relajemos, se ha conocido el PIAC (Programa Internacional para la Evaluación de las Competencias de los Adultos). ¡Otro! Este nos toca a todos. Ese tipo de informe del que nadie ha oído hablar (siempre preguntan a otros), pero que igualmente nos deja a caer de un burro, y nunca mejor dicho. El Periódico de Catalunya publicaba una portada demoledora: «Marca España». Una lista con todos los países de la OCDE, y nosotros, en el último lugar en lo que a comprensión de matemáticas se refiere. Unas páginas más adelante, Rafa Nadal, con su número uno del tenis mundial; pero nosotros, en la cola de veintitrés países estudiados. Parecería que nos va el deporte, pero lo de hincar codos… no tanto.

Escuché a un tertuliano por la radio con una interesante teoría: «El Gobierno podía haber filtrado o evitado el dichoso informe, pero, de alguna manera, el ministro Wert era el primer interesado en que todo esto se supiera y se aireara. Así tiene más fuerza para imponer su nuevo plan de educación». ¡Bueno! ¡Lo que faltaba! No hay semana que no salga Wert por algún lado. Siempre mal, claro. O sea: nos disparamos en el pie para aplicarnos la nueva medicina. Esta, ahora, se llama LOMCE. Por supuesto, ya ha nacido entre polémicas, sospechas y ese tufo político interesado que todo lo impregna. Vergonzoso. Todos los gobiernos hacen lo mismo: los mismos errores. Se confirmaría que no aprendemos, en el sentido más amplio de la expresión. ¿Cuántos planes llevaremos? Según parece, ahí está la madre del cordero. Hemos mareado la perdiz de tal manera que, al final, todo eso afecta, y mucho, al desarrollo normal de la educación de un país.

¿Somos tontos los españoles? No. Sencillamente nos gobierna gente que no está preparada, no aborda el tema con la profesionalidad y la amplitud de miras que necesitamos. Sin partidismos ni mandangas que caducan cada cuatro u ocho años. Haría falta gente -teóricamente, especialistas- que entienda el carácter sagrado de la educación y su estratégica importancia en la construcción de una sociedad. Y mucho más hoy en día, cuando no tienes suficiente con una carrera, se te exige saber de todo, ser polivalente, dominar tres o cuatro áreas de conocimiento e interconectarlas. Si no, te quedas fuera de esa autopista del conocimiento directamente relacionada con el progreso y el bienestar. No veo a nuestros dirigentes por la labor. Al contrario. El presidente mallorquín, por ejemplo, se saca de la manga lo del trilinguismo en las escuelas y monta un cirio porque la gente no es tonta y ve claramente que quiere arrinconar el catalán. Política educacional represiva y de vuelo corto, como el de las gallinas.

El Periódico cerraba su extenso reportaje hablando de Finlandia. Número uno mundial, educación totalmente gratuita, comida, libros, todo… Profesores excelentes y menos (y mejores) horas lectivas. Pues eso.

«El Berenjenal» en Interviú.

Si yo fuera el ministro Wert

Lunes, 7 de octubre de 2013

Si por una de esas cosas del destino —que es muy caprichoso— yo fuera el ministro Wert, tendría que hacer varias cosas. Todas ellas urgentes. Me preguntaría cómo puede ser que me nieguen el saludo en las entregas de premios y que, encima, lo hagan tíos sensatos y profesionales como Juan Antonio Bayona. El alegato del director en San Sebastián, por una educación de calidad para todos, fue de quitarse el sombrero. Y Wert, detrás, con su sonrisilla, su mueca del legislador incomprendido. Y venga a aguantar chorreos, pitadas, broncas…

Nadie está contento con Wert. Ningún colectivo de la educación y la cultura. Yo creo que no le gusta ni a Mariano (el presidente que esquivaba los problemas). Su 21 por ciento de IVA, por ejemplo, ha sido la guillotina del sector del espectáculo cultural. El más caro de Europa. Se ha demostrado que no ha funcionado, pero, políticamente, no piensa rectificar. Vergonzoso. La derecha siempre ha considerado la cultura como una amenaza, por eso han puesto un guardián manostijeras, un vigilante, un villano de pacotilla. Un hombre que se pregunta continuamente dónde está el problema. Cuando te lo preguntas tanto, cuando no lo sabes, es que el problema eres tú. Si yo fuera el ministro Wert, tomaría una última decisión que aligeraría tanta presión: dimitiría.

«El Berenjenal» en Interviú.

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