Sí, ya sé que voy tarde, que se ha hablado mucho (y lo que te rondaré), pero no todos los días se cierra una televisión autonómica de peso. El tema se las trae y lo conozco un poco. Se trata de una muerte vaticinada, pero no por ello menos dolorosa. Una dura y desagradable metáfora del despropósito. Los políticos se comportan normalmente como elefantes en cacharrerías, pero convendrán conmigo en que, cuando entran en contacto con los medios de comunicación, tendríamos que hablar de dinosaurios en fábricas de cristal. ¡Madre del amor hermoso! Se podría hacer peor, pero habría que estudiar muchos años. Es muy difícil.
Conozco y valoro el talento artístico de los valencianos. Su sentido del humor, su olfato intelectual, su capacidad de ser críticos y creativos. Por eso nunca entendí cómo podían tener una tele sumisa y paródica como la que tenían. Es que no me entraba en la cabeza. Cuando empecé mi carrera en TV3, a mitad de los noventa, vivimos con emoción cómo aumentaban continuamente nuestros seguidores en Valencia. Recuerdo que durante un viaje a esas tierras para presentar un libro (les hablo de cuando había librerías), me salió algo parecido a «los valencianos no tienen la tele que se merecen». ¿Repercusión? Ninguna. Solo vino un medio o dos (a pesar de aglomerarse más de mil personas en aquella librería) y los demás pasaron de nosotros. Solamente la Cartelera Turia aguantaba la débil antorcha de la imparcialidad y la opinión sin miedos. Cada año organiza unos premios que eran (y siguen siendo) como una cerilla en mitad de la oscuridad.
Otra vez hicimos nuestro programa durante cuatro días en la Ciutat de les Arts. Invité públicamente a Rita Barberá, la alcaldesa. ¿Repercusión?: la misma que años atrás; o sea, ninguna. El silencio. No hubo eco en prensa ni, por supuesto, en la tele pública. Nunca un adjetivo fue tan equivocado. Pese a que lo mío era una chorrada y a conocer ya cómo se las gastaban por allí, no dejaba de sorprenderme que los valencianos, más allá de su color político, no tuvieran el más mínimo interés en gozar de unos medios de información modernos, que contaran lo que pasaba. Les estaban contando una parte sesgada e infantilmente parcial de la realidad. ¡Como si los valencianos fueran tontos! Me hablaban, mis amigos, del omnipresente y asfixiante control del Partido Popular. De la inoperancia de los socialistas; del eterno y absurdo debate de si el valenciano es una lengua diferente al catalán, esas cosas… Total que, entre unos y otros, la casa sin barrer y hasta arriba de porquería. Años más tarde, vendría una catarata imparable de desfalcos, procesos judiciales, dimisiones, corrupciones, aeropuertos, trajes, viajes papales, Tierras Míticas, Ciudad de la Luz, amiguitos del alma y demás detritus políticos que sacaron a la luz lo que durante tantos años circulaba por las cloacas más interesadas del poder. Escoria y burla ante las mismas narices del pueblo valenciano. Todo, como una gran película de Berlanga. Tan exagerado y ostentoso que parecía imposible.
¿Qué hacía, mientras tanto, Canal 9? Pues… no mucha cosa. Los sucesivos gobiernos populares ya se habían encargado de crear una tupida red de miedo, censura, dependencia e intereses. Hicieron bien los compañeros de Canal 9 pidiendo perdón por silenciar el accidente del metro. Un perdón simbólico por tantos años de espaldas a la ciudadanía. Ahora, el Gobierno debería pedir perdón por el saqueo y la manipulación. Y partir de cero. Canal Cero debería llamarse. Empezar de nuevo con la lección aprendida. Sí, yo también soy pesimista.
«El Berenjenal» en Interviú.