Le ponen algo a los helados. Si no es así, no se entiende
Le ponen algo adictivo a los helados, especialmente en verano. Y no les culpo. Es más, les felicito siempre que esa sustancia no sea tóxica. Me siento irremediablemente atraído por las heladerías. Oigo sus cantos de sirena a cientos de metros de distancia y ando como un zombi hacia ellas siempre que puedo. ¿Ustedes también? Vale, me quedo más tranquilo. Las heladerías son esos sitios donde tienes la sensación de que nada malo puede suceder. Están protegidos, reparten felicidad. Solo comes un helado si estás de buen humor y, durante el tiempo que dura, no piensas en nada más. No sé quién se lo inventó, pero le felicito. Mezcló el frío con el azúcar y llegó directo a nuestros corazones, pasando por la lengua. Solo una cosa: no haría falta seguir innovando con los sabores. Quizás yo sea muy clásico, pero ya lo tenemos. Y de sobra. Hace tiempo que han prosperado los heladeros creativos, esos que han saltado la barrera de lo previsible y hasta la recomendable. He visto helados de paella. Bueno, no hace falta de verdad. Dame avellana, dame chocolate, dame vainilla, dame nata… ¡Será por sabores! Cuando aprieta el calor, se produce una lucha contra el reloj. Se trata de lamer antes de que se derrita y siempre, siempre, ganamos nosotros. (Ya me han entrado ganas de comerme uno. Ahora vengo…).
Las canciones del verano han muerto
Y es un pena. ¡Anda que no daban juego! Tengo una añoranza enfermiza por aquellos tiempos en los que el verano venía de la mano de una canción pegadiza, ridícula y repetitiva. Empezaban a machacarnos sobre el mes de mayo, y hacia julio y agosto caímos rendidos. No fallaba. ¿Cómo puedo echar de menos algo técnicamente malo? Es un misterio. A veces, echo de menos la mili, y eso tampoco tiene explicación. Es como si, en nuestra cabeza, nuestro pensamiento estuviera todo el año dándoselas de listo, muy concentrado y sesudo. De alguna manera, también se tomaba unas vacaciones. El cuerpo, nuestro cuerpo, hacía el resto. El alcohol, quieras que no, también ayudaba un poquito. Por lo de desinhibirse y esas cosas. Las canciones estivales eran la banda sonora de la horterada más popular y ayudaban a democratizar la estupidez. Georgie Dann era (y sigue siendo) el gran monarca del genero. Un señor francés con pelazo, adosado a unas mujeres estupendas y unos bailes bastante asequibles. ¿La temática?: chiringuitos y alrededores. Un tiro. Todavía ahora, cuando suenan, perdemos el mundo de vista y empezamos a tararear como unos posesos y hacemos el tonto sin vergüenza ninguna. Puede que hayan muerto porque ya no se componen, pero siguen martilleando desde nuestra memoria.
Los turistas ya no van con sandalias y calcetines
Van peor, según el caso, pero ya no responden a aquel patrón de los sesenta y de los setenta. Esos señores y señoras de piel blanca enrojecida, gorros como de tenis y las míticas sandalias con calcetín blanco. Ahora, los turistas van como quieren, vienen desde todos lados y cada uno es de su padre y de su madre. Por supuesto que quedan los que se visten a oscuras, pero han ganado algo de estilo. (Seguro que algún lector dirá: vente a Mallorca o a Benidorm, y vas a flipar, Andreu…). En Barcelona, desde donde les escribo, convivimos todo el año con los turistas. TODO EL AÑO. Yo diría que hay más visitantes que habitantes empadronados. Por supuesto que ya han surgido los que están hartos y se quejan de que vivimos en un parque temático de Gaudí. Hay que respetar todas las opiniones, pero, amigos, no sé si estamos como para quejarnos mucho. Necesitamos sus divisas más que nunca, así que lo mejor será poner buena cara, armarse de paciencia y aprender idiomas. No vale hablar chillando y despacio. Aunque se ha intentado muchas veces, el extranjero no entiende nada. A lo sumo cree que estamos sordos.
(¡Maldición! Yo aquí escribiendo para ustedes y el helado derritiéndose. Voy a por otro).
«El Berenjenal» en Interviú.