Siempre decimos que hay que saber reírse de uno mismo como si eso fuera fácil. No lo es ni mucho menos. El pudor, la autoestima, esa tendencia de estar a la defensiva o vete tú a saber qué otros resortes, actúan como frenos y lo hacen muy difícil a veces contra nuestra voluntad.
Aunque finjamos que sí, que somos tolerantes y autoparódicos, a menudo no lo somos. Por eso, cuando Ferran Adrià aceptó entrar en el juego de sorprenderme, de venir a Madrid en plena pandemia para entrar al trapo, me demostró (otra vez) su grandeza. Sabía que yo le parodiaba y no le importó. «Mira lo cabreado que estoy», decía sonriendo. Y yo, como cómico un poco cobarde que soy, me quedé en paz.
Los cómicos nos desatamos trabajando pero nos cortamos ante los parodiados. Es así. De lo contrario estaríamos locos, rayando la psicopatía.
Adrià puso todas las piezas en su sitio. Restableció el orden, justificó la comedia, me dió paz y alas. Por eso es uno de los más grandes que he conocido. «¿Shalha o shopa?»