Cuando el culo es corazón

Lunes, 28 de abril de 2014

Espero que no les moleste que hoy escriba sobre algo mío. Se trata de algo modesto pero que quiero, que comparto con un maravilloso equipo y que me ha emocionado construir durante más de un año. Se trata de un documental que hemos llamado «El culo del mundo» y que ya se ha estrenado en unas cuantas salas de España. (Pocas, muy pocas. Encontrar un documental en la cartelera hoy en día es como encontrar setas en el bosque. No acabo de entenderlo muy bien, pero… Eso no es lo importante, quizá deba ser así).

Luego, la pieza seguirá su camino en Canal y en plataformas on-line. Quien lo quiera ver, buscando un poco, podrá hacerlo. «El culo del mundo» es la crónica personal de un momento concreto en el que me quedé sin programa, algo que sucedió cuando celebraba mis treinta años en el oficio. Eso propició un viaje. Real e interior. Un aproximación emocional al oficio de cómico, a sus consecuencias y bondades. Desde que empecé en esto, allá por 1982, siempre enlazaba un proyecto con otro, un sueño con otro, pero en 2012 los sueños estaban embarrados y con las alas cortadas. Como ahora. Por desgracia, no podemos hablar de un pasado lejano, de un tiempo difícil que ya es historia y que hayamos superado. Las dificultades siguen y las soluciones, por mucho que nos quieran vender la recuperación, no llegan, no se notan. Yo me quedé sin programa y constaté en mis propias carnes lo que cuesta levantar otro proyecto. Llámalo abrir un pequeño negocio, pedir un crédito…

Es mi historia, de acuerdo, pero me temo que es la historia de la mayoría de los españoles que quieren hacer algo. Así me lo ha hecho saber mucha gente durante la promoción de la película. «¿Estabas mal porque no funcionó tu programa?», me han preguntado. «No, bueno, un poco. Sobre todo estaba cabreado por la falta de horizontes, porque no hay prosperidad». A mí me gusta que pasen cosas, que la gente se gane la vida, que disfrute con lo suyo y que sea  feliz. Me he dedicado toda la vida a eso desde mi productora. Para eso la creé, porque yo no tengo alma de empresario. Tengo una empresa porque me permite hacer lo mío. Si no, tendría otra cosa. Siempre entendí el éxito como la capacidad de generar trabajo, reír, ser nuestros propios jefes y disparar las carreras de centenares de buenísimos profesionales. Eso es lo que ha pasado en El Terrat durante muchos años y ahora, con la crisis, eso se ve amenazado, que no destruido. El orgullo y las ganas de seguir fabricando comunicación nos siguen empujando pese a que el camino sea una cuesta empinada.

Me han dicho muchas cosas durante todas las semanas previas al estreno. La mayoría, emocionantes y muy bonitas. También me han dicho que si tengo mucho ego dirigiendo un documental sobre mí mismo. Quizá. (Que levante la mano el que no lo tenga). Yo trabajo con el ego, espero que con su vertiente más blanca. De no ser así, no podría salir cada noche y creerme gracioso. Las crónicas personales tienen mucho de eso. Es tu voz, tu mirada, tus pensamientos. Todo eso lanzado al aire para el que quiera recogerlo. ¿Ego? Vale. De acuerdo. Si van a ver la peli, quizá se queden con otros detalles. Con lo que dicen mis compañeros, por ejemplo. Gente enamorada del oficio, sincera y directa, que se suman a esta declaración de amor a la comedia que es El culo del mundo. O con Concha Velasco y su valentía, cuando cuenta un episodio durísimo de su vida, en el que nuestro programa actuó como un salvavidas. Hay muchos momentos así.

No soy muy nostálgico. Ya lo seré cuando me retire. Aun así, este documental me ha ayudado a valorar más si cabe mi profesión. Me ha servido para ordenar los recuerdos y entender su papel en mi carrera. La influencia de lo vivido. Este documental ha subrayado en mi cabeza que el espectador es lo más importante y que el viaje siempre vale la pena. El premio es la risa.

«El Berenjenal» en Interviú.

El Gran Wyoming

Jueves, 24 de abril de 2014

Puedo decir que he besado en la boca a Wyoming. Eso, la primera vez. Años más tarde nos acostaríamos en un hotel de la Barcelona preindependiente. No creo que haya muchos hombres que puedan decir eso. Además, mantenemos una serena amistad, un respeto mutuo y hablamos bien el uno del otro cuando se nos requiere. Tampoco sé si hay muchos compañeros de oficio que puedan decir eso. Imagino que ustedes darán por supuesto que todas nuestras aproximaciones han sido por exigencias del guión que nosotros mismos propiciamos y que entre nosotros no hay el más mínimo deseo sexual (hablo por mí). En realidad, El Gran Wyoming es un buen colega de profesión, siempre solícito cuando la ocasión lo pide y mucho más generoso que la media. Eso lo hace todavía más grande. Porque a su edad, con la mili que lleva a cuestas y todo lo que ha demostrado, podría quedarse en su casa o dar un no por respuesta. Y no pasaría nada.

Hace poco volví a comprobar todo lo que les estoy contando por si había alguna duda. Le invité a mi programa para hablar de su excelente último libro «No estamos locos» con el que está arrasando en ventas. Lo que sucede es que el hombre es de los míos y se pasa la semana en un plató con sus tirantes y el guión afilado. Tiene muchos dones, pero no el de la ubicuidad. Así que o nos inventábamos algo un fin de semana para grabar una entrevista o el encuentro sería inviable. Tenía que ser un sábado, mientras la gente normal descansa o está con sus familias. Pero por Wyoming lo que haga falta, oigan.

Le propusimos simular una gran fiesta que acabara en plan «Resacón en Las Vegas» y que la cama destrozada de una habitación vivida de hotel fuera el escenario de la charla. Aceptó. Y no solo eso. Lo hizo con buena cara, buena disposición y sin mirar el reloj. Todo eso, a pesar de que tenía un concierto de su grupo de rock esa noche (su gran pasión, le brillan los ojos cuando lo cuenta o te enseña su guitarra). Así es Chechu: si va, va. Y va con todo. El Gran Wyoming tiene esa verborrea hipnótica, un hablar en mayúsculas y sin faltas de ortografía. Le escuchas, te embelesa, te convence y descubres una mezcla de Groucho Marx, Tip, Dario Fo y un actor clásico español. Es todo eso y más. Jugando siempre a ser estrella, pero consciente de que todo es provisional y bastante incomprensible.

Una vez me contó: «En realidad, yo hablaba en serio y la gente se reía. Así que me ofrecieron hacer de presentador cuando no soy bueno. El «Caiga» lo hubiera podido hacer una botella de agua encima de la mesa. Pero mira, chico, me ha ido bien y tengo unos ingresos superiores al resto». Modestia, retranca y, ahora, mucha mala leche. Ahí voy: Wyoming está viviendo una madurez sensacional. Le he seguido atentamente desde siempre y creo que está en su mejor momento. En un acto de valentía que deberíamos aplaudir, el de Madrid ha decidido que no se va a callar nada y que en esta España de mayoría aplastante y actualidad sonrojante va a señalar todo lo chungo con su mejores armas, que son el sarcasmo y la denuncia. %u2028Es una bendición que eso suceda y que la incomodidad y la incorrección que genera lo tiñan todo cada noche desde La Sexta. Me siento orgulloso de estar en una cadena donde trabaja él. Wyoming conoce y repudia las trampas del sistema. De ese poder que se retroalimenta por encima de la desgracia colectiva, esos bancos vergonzosos que nos han hecho creer que nosotros somos los delincuentes o esos políticos sin talla para afrontar este decisivo momento de la historia. Todo. Sus perdigonazos son estimulantes y necesarios. Su voz, la voz de muchos. Su cara, solo suya. Ahí no tuvo suerte.

«El Berenjenal» en Interviú.

Todos somos inmigrantes

Domingo, 30 de marzo de 2014

Hubo un tiempo en el que los acomodados habitantes del mal denominado primer mundo considerábamos la inmigración como algo que les pasaba a los otros. Bastaba con cambiar de canal para olvidar el tema. Como si al apretar el botón del mando a distancia desconectáramos también nuestra caprichosa conciencia. Está técnica (muy parecida a la del avestruz) servía para huir de todas las desgracias en general y así quedarnos en nuestra sopa boba de falso bienestar. «Hay que ver qué mal está todo, ¿no? A ver, ponme otro gin-tónic«. Pero yo creo que eso era antes, porque las cosas han cambiado. Tengo la impresión de que la gente, ahora, es más lista, más sensible y está mejor informada. Todo es más crudo, más real. Quieren aborregarnos, eso es cierto, pero algo está fallando en el sistema operativo que quiere controlar nuestras cabezas. Ahora vemos una desgracia y queremos saber qué o quién la ha causado y cómo van a solucionarlo, porque hay noticias que escuecen el alma de la sociedad. Una sociedad que en los últimos años le ha visto las orejas al lobo del capitalismo, y en el peor de los casos ha sufrido sus consecuencias. Así pues, el dolor y la necesidad ajena ya no nos parecen algo tan lejano. Es cierto que aprendemos a hostias, pero bienvenido sea el cambio. Ya no se puede mirar hacia otro lado sin que se te caiga un poco la cara de vergüenza. Como mínimo, quieres saber la verdad y que no te venga el ministro de turno con milongas. El dramático caso de la inmigración está subrayando en rojo todo eso. Los muertos en Ceuta, la escalada de esos hombres sin futuro por la valla de la vergüenza nos ponen un espejo delante, y lo que vemos no nos gusta nada. Los responsables políticos lo traducen y lo pervierten todo con ese lenguaje escapista y ambiguo que no reconoce errores, ignorando el sufrimiento real de la gente. Eso también da vergüenza. Mucha. Pero el éxodo continúa porque el deseo de una vida mejor, o simplemente una vida, es la energía más poderosa que existe. No hay bala de goma que la pueda destruir.

La otra noche vino Carlos Iglesias al programa. Acaba de estrenar «2 francos 40 pesetas», donde sigue explicando su experiencia personal ambientada en los años sesenta en Suiza. «Cuando hice la primera parte, tenía que esforzarme para explicar que hace años nosotros éramos los inmigrantes. Para esta segunda parte ya no hace falta explicarlo, la gente está viendo cómo muchos se ven obligados a irse de España para ganarse la vida». Ahí lo tienen: todos somos inmigrantes. Otra vez. En mi propia familia, durante aquellos penosos años sesenta, también hubo algunos que emigraron, en este caso a Alemania. Se marchaban llorando, volvían llorando. Desarraigados permanentes que llevaban la inadaptación en la mirada. Tendemos a diferenciar nuestros emigrantes de los que ahora quieren entrar en Europa desde África. A estos los vemos como sombras en la noche. Hombres sin equipaje y sin nombre. Una estadística. Pero no nos engañemos, son la misma persona. Y aun así nos inventamos excusas para cerrarles el paso o sembrar de cuchillas las malditas vallas. Europa tiene otro problema más. Estaría bien que en las próximas elecciones se tomaran en serio de una vez por todas este tema. Estaría bien que dejaran por un momento de hablar de dinero y hablaran de personas, promoviendo una política humana acorde con los tiempos actuales.

«El Berenjenal» en Interviú.

La incorrección

Lunes, 24 de marzo de 2014

Lo hablamos a menudo entre algunos humoristas: «Cada vez está peor vista la incorrección». Se ha producido un extraño fenómeno según el cual, a medida que avanzábamos (más o menos) en la construcción de una sociedad más justa, íbamos cercando y amenazando la incorrección humorística. Hemos confundido la protección de los derechos fundamentales con la bendita libertad de la ironía y el sarcasmo. No solo es una cosa de humoristas. En realidad, el mundo se organiza y trabaja desde hace mucho tiempo para estandarizarnos cada vez más, cosernos a normas, sembrar alertas continuamente. «Esto no se puede decir, esto no se puede hacer». El otro día compré tabaco en un quiosco. El hombre tiene una máquina. Pago y me dice: «Cógelo tú, solo tengo permiso para tener la máquina, no como estanco. No puedo dártelo. Cógelo tú». Creí que era una broma, pero era verdad. Así es el mundo actual. Un paraíso para los abogados, terreno abonado para los puritanos y conservadores. Diría fachas, pero está muy mal visto. No es correcto. Ustedes ya me entienden: me refiero a esos que siempre han estado arriba en el escalafón social (de donde no quieren bajar ni a patadas) y a los que les conviene una sociedad con bozal, atemorizada y controlada. Así las cosas, los cómicos hemos empezado a pensar dos y tres veces lo que decimos, nos reblandecemos a la fuerza y acabamos hablando de nuestras novias imaginarias, que, al no existir, no se pueden quejar. Lo previsible gana terreno y lo incorrecto se arrincona en una esquina del ring del espectáculo como una alimaña peligrosa. Cuando somos correctos, dejamos de significar una amenaza. Nos toleran. Nos ponen un 21 por ciento de IVA en la frente y, venga, a hacer reír, pero flojito…

He pensado en todo esto ahora que se cumplen cinco años de la desaparición del gran actor Pepe Rubianes, cuyo vacío sigue sintiéndose en la sociedad catalana como el primer día. Si había un tío querido en esta sociedad, era Pepe Rubianes. Todo un reto para los que intentan definir a todos los que vivimos en este territorio que se busca a sí mismo. Rubianes era gallego de nacimiento, cubano de crecimiento y catalán de madurez. ¡Hala, analicen esto! Ahora se edita nuevo material inédito, bajo el título de «Después de despedirme», y otra vez se agiganta la figura del más grande de los incorrectos, el más libre de los cómicos que jamás haya subido a un escenario. Bueno, al menos que yo haya conocido. Y llevo bastantes… Rubianes se pasaba lo correcto por el forro de sus caprichos. No estaba en la vida para caer bien a todo el mundo. Estaba para abrir la boca y dejar que sus palabras lo llenaran todo como una lluvia ácida con la que muchos se identificaban. «Pepe dice lo que todos pensamos, pero solo él puede decirlo». Así era. Cada vez que lo veía en directo me admiraba ese pasaporte para la verborrea hilarante y sin tapujos que le había entregado su público. Él lo sabía y lo usaba con energía. Protegía ese salvoconducto, era su razón de vivir, de ser. También creo que los más grandes no crean escuela. Son inimitables y es bueno que así sea. Lo que no es bueno es que se olvide su trabajo, lo que representaron, cómo lo hicieron y cómo influyeron. Así me lo tomo yo cuando consulto, lo que hago a menudo, sus textos y sus grabaciones. Me pongo la tarea de no dejar que caiga en el olvido y de reivindicar que en el ADN de un cómico está, pese a quien pese, la incorrección. A ver si aprendo.

«El Berenjenal» en Interviú.

Eso de la felicidad

Jueves, 13 de marzo de 2014

Hace unos meses asistí a una charla a la que me invitaron. Era por la mañana, se trataba de un compromiso previo al programa. Lo digo porque ahora, desde que me acuesto a los dos de la madrugada y con el ruido de la televisión repiqueteando todavía en mi cabeza, las mañanas son algo espeso e inconcreto que intento sobrellevar lo mejor que puedo. Pero allí estaba yo, habiendo dormido unas cinco horas (pocas en mi caso), con la mejor cara que encontré en mi archivo. Hablamos de internet, del uso personal de las redes y todas esas cosas. El típico tema del que muchos hablamos últimamente, pero que muy pocos conocen exactamente. El caso es que la charla era interesante porque mi anfitriona era lista y se había preparado bien el tema. De repente, y hacia el final del encuentro, me preguntó: «¿Porque, Andreu, para ti qué es la vida?». Miré hacia los lados, como buscando a alguien más. Alguien que me sacara de la atolladero. Pero no. Me lo preguntaba a mí, así que, una vez más, me debía tirar a la piscina y echar mano de mi amiga la improvisación. Creo recordar que le dije algo así como: «Mire, yo solo soy un cómico, no sé si mi opinión les va a servir de mucho. Le diré que intento disfrutar con mi trabajo y ser honesto conmigo mismo y con los demás. Quizá la felicidad sea hacer eso más o menos cada día. No lo sé… Yo vivo así, pero tengo muchos fallos. Quiero decir que lo de vivir vendría a ser una ciencia muy poco exacta». Aplaudieron (quién sabe si por cortesía) y yo pude salir a la calle, donde respiré un poco. Respiré, me hice fotos de esas absurdas que la gente te pide porque «mi novia no se lo va a creer» y me confundí entre la muchedumbre de Barcelona. En las ciudades, apresuradas, humeantes y un poco cabreadas, tienes la sensación de que nadie es feliz. No lo parece. No están en las calles para ser felices. Van al trabajo porque lo tienen o van a buscar uno desesperadamente. Pensaba en eso…

A los pocos días pasé por un programa de radio. Nos reímos bastante porque el humor, bendito humor, sirve para quitar hierro a las cosas y hablar de todo aunque parece que no hablas de nada. El presentador me preguntó por mi nuevo programa. «¿Cómo te va?». «Bien, supongo que bien. Cuando trabajo me siento bien y me acompaña mucha gente buena. Al otro lado de la pantalla parece que también hay gente, por lo que la cosa va tirando». «¿Pero tú estás contento, eres feliz?». ¡Y dale! Hay algo de impúdico en el hecho de preguntar tus sentimientos, ¿no? Es como cuando te preguntan si estás enamorado y no es tu pareja la que lo hace… Yo lo veo así, quizá sea la timidez. Le dije: «Mira, yo tengo cuarenta y nueve años. A esta edad, si estás muy contento, es que eres tonto. Si estás muy triste, es que no has entendido nada». Risas y final de la entrevista. No fui consciente de lo que había dicho hasta que alguien lo retuiteó. (Ahí tenemos otra característica de los tiempos actuales). Me gustó más cuando lo leí. Me pareció que lo había escrito otro. La felicidad, pues, sería el equilibrio entre la euforia naíf y despegada de la realidad y una visión ácida y gastada de las cosas. Hay motivos y momentos para todo, lo sabemos, pero solo estás bien si estás equilibrado y sabes identificarlos. No digo que sea fácil, solo digo que la felicidad (espontánea, escurridiza) anda por ahí. Por si les puede ayudar.

«El Berenjenal» en Interviú.

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