Soñar es gratis e incluso peligroso

Miércoles, 17 de junio de 2015

Lo contamos hace poco en el programa: «Un anciano de 91 años cumple el sueño de su vida en Chicago». ¿Saben cuál era ese sueño? Pues salir de su parquin con la marcha atrás y destrozar la puerta. ¡Y lo hizo! Con un copiloto al lado y equipado con un casco, pero lo hizo. Solo unos metros, pero, ¡qué metros! El hombre tenía una gran cara de felicidad, era todo paz (a pesar del piñazo controlado). Sueño cumplido. Como suele decirse, ya puede morirse tranquilo.

Me gusta la gente que tiene sueños realizables, ahí debe salir mi vena más pragmática. Algo que se pueda hacer. ¿Romper una puerta? Venga, vamos. Solo necesitas presupuesto para colocar una nueva. Pero se puede. «Sí, se puede». Eso es un sueño realizable. De lo contrario, los sueños son esa materia abstracta, onírica, tan inasumible como la raya del horizonte en la playa. Nunca llegas y siempre está ahí. Carne de frustración. Puede pasar, claro, que te desanimes y tengas que comprarte una tonelada de libros de autoayuda. De esos en los que la palabra sueño sale en el título de la portada como si eso garantizara unas cuantas ventas. Al día siguiente, mi compañero Bob Pop me manda unas palabras del guionista y director Cristopher Nolan, pronunciadas en la ceremonia de graduación de Princeton. Son estas: «En la gran tradición de estos discursos ante los estudiantes, por lo general alguien dice algo sobre aquello de perseguir tus sueños, pero yo no quiero decirlo… porque no creo en eso. Yo quiero que persigáis la realidad. Siento que, con el tiempo, comenzamos a ver la realidad como la pariente pobre de los sueños… En ese sentido, quiero hacerles notar que nuestros sueños, nuestras realidades virtuales, esas abstracciones que disfrutamos y que nos rodean, son subconjuntos de realidad». ¡Bravo! Perseguir la realidad, que recupere el estatus que perdió a favor de los sueños. Con los sueños no puedes pedir una hipoteca. Bueno, sí. Quizás la pidas y te la den. Con la realidad puede que te la den, pero ojo con no pagar. El sueño se convertirá en pesadilla.

Lo mejor sería tomarse a broma los sueños. (Un consejo que sirve para TODO). Si te los tomas así, les quitas hierro y es mucho más llevadero. Nuestros espectadores nos mandaron vía Twitter algunos de los suyos. El mejor, para mí, era uno en que nuestro comunicante reconocía que el sueño de su vida sería «lavarle el pelo a Julio Iglesias». ¡Bravo! Hablaba de «el pelo», en singular, con lo que no hay problema si el cantante va perdiendo su cabellera, cosa por otro lado normal. Hasta que le quede solo un pelo o dos -como a Filemón-, nuestro espectador tiene tiempo de cumplir su sueño. Todo es hablarlo. Quizás podría ayudarle en esta tarea Risto Mejide. El publicista nos visitó hace poco y a la pregunta de quién era el entrevistado soñado, el más deseado, respondió: «Julio Iglesias». A mí me sorprendió un poco, la verdad. «¿Julio Iglesias?». «Sí, sí. Es el puto amo. Por muchas cosas, la mayoría de ellas no se pueden contar». Bueno, vale. Yo ahí no me meto, es algo muy personal.

Creo que uno tiene que entrevistar a alguien que respete y si puede ser, que admire. Eso es algo que comentó mi amigo Juan Cruz cuando presentamos su último libro, Siempre preguntando, una selección de sus mejores entrevistas en prensa. Más que una presentación, aquello fue una master class. Mi entrevista preferida del libro es la de Onetti, en su casa de Madrid. Juan le conocía bien, le visitaba a a menudo. Lo que lees es una charla, un encuentro, una transcripción tan bien hecha que parece que estés en ese piso, oliendo el tabaco, saboreando los silencios, las dudas, la sabiduría disfrazada de ironía que parece comunicar Onetti en los últimos años de su vida. Juan Cruz sabe hacer muy bien eso. Es uno de los mejores. Cruz pone el espejo delante del entrevistado, controlando su propio ego siempre al servicio del personaje. Lo hace con amabilidad, con una pasión y un oficio que acaban abriendo el alma del interpelado. Y todo eso sin darse importancia, dejando que el otro se explique, se complete. Entrevistar como Juan. Ese sería un buen sueño que, como hemos dicho, resulta inalcanzable. Habrá que conformarse y gozar leyéndolo.

«Memorias en diferido» en Interviú

Las gafas de Arrabal

Jueves, 11 de junio de 2015

Fernando Arrabal lleva siempre dos pares de gafas. Las suyas, las redondas de escritor, y otras de sol encima. A veces se pone más. Creo que esa es una manera de explicar, sin hablar, que estamos ante uno de los últimos bichos raros que quedan. Pero bichos raros de verdad, con fundamento, con pedigrí, acreditado. Eso, de entrada. Luego, cuando habla, te envuelve con su aparente locura, te lanza las ideas como las gimnastas lanzan sus cintas mientras saltan y caracolean por el suelo. Así lo veo yo. Sin maillot pero saltando y corriendo por el mundo, por París, o encima de un tablero gigante de ajedrez.

Fernando Arrabal es un surrealista, un patafísico, un niño de ochenta y dos años al que la palabra provocación se le queda corta. Hay que inventar otra, y lo más seguro es que lo haga él mismo. Arrabal hace como que escucha, pero no escucha. Tus palabras son solo el preámbulo de su discurso preñado de citas, a veces errático (lo parece, pero no), a veces afilado, repleto de episodios escabrosos (¿serán ciertos?), de morbo envuelto para regalo o de vida de genios (que no de santos). El espectáculo está siempre garantizado y nunca, nunca, defrauda. Suelo invitarlo a menudo, casi cada año. La última vez vino con un libro de sus cartas a los líderes mundiales y un espectáculo de teatro, «Pingüinas», sobre Cervantes. Como era de esperar, ha vuelto a levantar ampollas, a incomodar, a recordar su talento inclasificable. Un montón de mujeres en moto desafían lo establecido con Cervantes de fondo. Le han metido caña algunos críticos y eso todavía le estimula más porque Arrabal es incombustible e indestructible. Ya estoy esperando la próxima visita.

La Feria del Libro y de las fotos de Madrid
Una de las cosas que más me han sorprendido en mi reciente visita a la Feria del Libro de Madrid es la capacidad (infinita) de hacer fotos que tiene la gente. Fotos a famosos, como cromos de una colección imaginaria que luego colgará de los Facebooks o los Whatsapps como trofeos pixelados. Es una verdadera cacería sin escrúpulos ni miramientos. «Mira, un conocido. ¡Espera! Clic. Ya está». Yo me encontraba en mi caseta con mi criatura «No entiendo nada» y la gente, los lectores, iban pasando con su ejemplar. Hasta ahí todo normal y de agradecer. Para eso fuimos a la Feria del Libro. Pero, además, muchas personas solo querían la foto. Ni se preguntaban qué hacía yo allí. Me veían, desenfundaban y… foto. Algunos me la pedían, otros ni eso. Se ponían un poco lejos, como a tres metros, y el que disparaba componía el plano de manera que se me viera de fondo. Turismo con humanos de fondo. A veces les decía: «Hola! Que he sacado un libro!», con una cierta ironía. Simplemente sonreían o bajaban la cabeza y se iban. A por otro.

Los que nos dedicamos a esto sabemos que formamos parte del mobiliario urbano de la propia vida, del ruido mediático, de la curiosidad y esas cosas. Pero (hablo por mí) a veces nos gustaría que no nos lo dijeran tan explícitamente. Basta con un «buenas tardes».

Gente que habla como si estuviera enfadada
Hay gente con tan mala leche que aunque no esté enfadada lo parece. Pillé un taxi el otro día, le dije dónde quería ir pero tenía dudas (por eso pillé un taxi). El hombre me reprendió con malos modales, muy arisco, cabreado: «Eso que usted dice no existe, no puede ser. Esa calle no está en esa zona». Me lo soltó con la radio a tope y calor asfixiante. Tuve que darle otra referencia que me dejaba más lejos, tal era la bilis del tío y mis pocas ganas de discutir. Luego, silencio y miradas por el retrovisor como si yo hubiera matado a Kennedy. Resoplaba, me miraba, pitaba a todo el mundo. Yo no pude callarme: «Perdone si le he molestado». «¡No me ha molestado! Eso se lo ha imaginado usted!». Más miradas, calor, ruido, acelerones. Cuando llegamos al destino, después de pagarle le dije: «Una cosa… Es usted un maleducado». Salí y cerré la puerta. Aquel infierno rodante arrancó, el hombre gritaba solo. Y él cree que hace un servicio público… Pobre hombre.

«Memorias en diferido» en Interviú

Orgulloso de ser de Barcelona

Miércoles, 10 de junio de 2015

Eso es lo que he sentido en los últimos días, después de las elecciones. Sí, yo me siento orgulloso de ser de Barcelona. Otra vez. Con el triunfo de Ada Colau, Barcelona ha vuelto a mandar un mensaje al mundo. Un mensaje de compromiso, de salud democrática y de desafío. No será fácil. Nada es fácil. Y todo eso sucede en el momento preciso y necesario, incluso yo diría que un poco tarde ya que el barro de la crisis se está secando, que todavía es peor. Ahora que todos tenemos claro que el capitalismo se ha pegado un trompazo de mucho cuidado e intenta reconstruirse sin aprender la lección, llega una mujer, una gente, muchos votantes, que han dicho: «¿Y si hacemos las cosas un poco más justas? ¿Y si el dinero de todos lo invertimos mejor?». Y han ganado.

Recuerdo cuando los partidos tradicionales decían que los antisistema (otro término malicioso inventado por los apoltronados) hablaban mucho pero debían someterse al juego democrático y presentarse a unas elecciones. Pues lo han hecho y han ganado. Así es como Colau ha llegado a la alcaldía. Con toda la legitimidad. Una mujer fogueada en el activismo y las luchas sociales (hay que ser cretino para minimizar esos valores) que se ha visto aupada al primer cargo público de la ciudad. Eso, aunque no la hayas votado, debería hacerte sentir bien, orgulloso de ser de Barcelona. Debería emocionarte, hacerte sentir vivo. Deberías apartar a un lado tus intereses personales (con lo difícil que es eso, lo sabemos) y tus preferencias políticas y pensar en la ciudad, en TODOS los que viven aquí. Deberíamos reparar en este jodido presente y en su futuro todavía por escribir. Yo, con una niña de dos años y medio, puedo asegurarles que lo hago y con más fuerza que nunca. Deberíamos pensar en las familias, una de cada cinco, que viven por debajo del umbral de la pobreza. En todo lo que se esconde debajo de las alfombras de una ciudad turística, preciosa pero muchas veces de postal. Barcelona no estará completa si no es más justa.

No creo que se trate de destruir lo bueno conseguido, sino de arreglar lo que no nos gusta. Por eso no puedo entender a los apocalípticos. Aquellos que se la cogen con papel de fumar y vaticinan el caos. ¿De qué caos estamos hablando? Cualquiera diría que esto es el paraíso y han forzado la cerradura. ¿De verdad creen que Colau y los suyos van a perjudicar la ciudad que aman, en la que han nacido y quieren prosperar? ¿Me están diciendo que les va a mover un espíritu de revancha en lugar de una gestión honesta? Está bien, puedes pensarlo si eres retorcido, pero volvemos a lo de antes: toda esa gente estará en una institución pública, podremos seguir y valorar todo lo que hacen y, si no nos gustan, podremos no votarles en las próximas. Se trataba de esto, ¿no?

Cuando escuchas a un poderoso sembrando sus miedos antes y después de las elecciones, piensas: «Vale, es normal, está viendo peligrar un estilo de vida, su red de intereses, una compleja telaraña de complicidades y apoyos. Es normal que vea a los afectados por las hipotecas como enemigos». Pero cuando dicen lo mismo gente como usted y como yo en esas tertulias que nacen como esporas, ahí ya me pierdo. ¿En nombre de quién hablan y opinan?

Tampoco me sirve el famoso debate identitario catalán. Lo de que todo esto va ser malo para el denominado procés hacia la independencia. Como dejó dicho Shakespeare, «todo lo que sucede conviene». Las elecciones municipales han dicho muy claramente que hay que incorporar el componente social en la gran reivindicación nacionalista. Si no se hace, me temo que no hay partido. O ese partido no se va a ganar. Es muy lícito pensar solo en términos emocionales, pero si se quiere llegar a una mayoría, habrá que traducir a social, a real, a pragmático y a justo, todo el ideario catalanista. Creo que hay un montón de gente esperando eso. Y muchos han votado a Colau que, por cierto, está por la labor de un referéndum, del derecho a decidir. Pero decidir ¿qué? ¿Cómo será ese nuevo país? Queremos imaginarlo con pelos y señales. Y luego votarlo.

Esta es la ciudad que me acogió a principios de los noventa cuando vine con mi proyecto radiofónico bajo el brazo. Todo estaba por hacer y me dejó hacerlo todo. Una ciudad generosa, moderna, olímpica. Recuerdo aquel tiempo, como una época en la que todo parecía posible. Se notaba en la cara de la gente, se respiraba porque estaba en el aire. Luego pasó el tiempo y se estandarizó en su modernidad hasta verse engullida, como todas, por el colapso del sistema. El domingo de elecciones volvió a mandar señales de vida al exterior. Sigue vivo su espíritu inconformista y avanzado a pesar de todo. Por eso me siento orgulloso de ser de Barcelona.

«Memorias en diferido» en Interviú

Hay gente que comunica y gente que no

Viernes, 29 de mayo de 2015

Sí, parece una perogrullada, pero es así. Me invitan a dar una charla sobre comunicación en una escuela de negocios en Zaragoza y ya, de paso, ordeno un poco mis pensamientos sobre el tema, que buena falta les hace. En casa del herrero… Esto debe de sucederles a muchos profesionales. Te pasas media vida con lo tuyo tirando de experiencia y de intuición, pero tienes la sensación de que lo haces sin método. Entonces, cuando te preguntan: «¿Cómo lo haces?», te entra un sudor frío. Bueno, pues al lío: COMUNICACIÓN. Así, en mayúsculas. Un concepto grande, que impone e intimida. «Demasiado genérico», les digo. Porque, si lo piensas, lo de comunicar es como andar, como comer, como hacer el amor. Un infinitivo cargadísimo de variables, de estilos, de significados. ¿Comunicar con tu pareja o con un trabajador de tu empresa? ¿En qué circunstancias? ¿Comunicar con tus espectadores o con tus votantes? Con unos está en juego un buen rato, con otros su porvenir. ¡No me digan que no es genérico!

Hablé mucho en esa charla de Zaragoza (yo creo que demasiado), pero se trataba de eso. Les explico de dónde vengo, cómo me atrapó este oficio con 17 años, de qué manera me he metido en sus entrañas, disfrutándolo y aprendiendo cada día, cada noche. Y no es un tópico. Cada noche, cada programa, desde hace veinte años, percibo que he avanzado en algo por poco que sea o, por el contrario, que me he equivocado, que podría haber mejorado esto o aquello. El aprendizaje es infinito y ahí está su grandeza. Hay que estar atentos para que no se convierta en infelicidad, que sería el lado oscuro de los insatisfechos. Aprender es mágico, te mantiene joven. Ser infeliz te envejece. ¡Ojo ahí! Porque siempre, siempre, el camino de la mejoría debe estar marcado por el disfrute, por el juego. Si no, es que no lo has entendido.

Llegamos a la conclusión (espero) de que hay algo que debería ser común en todas las disciplinas de la comunicación, por variadas que sean: la honestidad. Y eso vale para todo en la vida. Honestidad y sencillez en el mensaje, en las formas, en el fondo. Con unos toques de humildad. Pero humildad de verdad, de la que no se finge sino que sencillamente es una expresión de nuestra manera de ser. Estos son tiempos en los que la impostura, lo falso, lo interesado, se detecta a varios kilómetros de distancia. «La gente no es tonta», les decía a aquellos directivos de empresas. «Estamos ante la generación más formada de la historia y con el acceso a la tecnología más avanzada que jamás haya existido. Todo a un clic de distancia. No hay que olvidar nunca esto». Puse algunos ejemplos de campañas publicitarias que parecen estar pensadas para tontos.

Creo que hay encarar lo de comunicar con normalidad, explicando tus flaquezas si es el caso, empatizando con el que tienes delante, siendo lo más transparente posible y enfatizando lo que de verdad te crees y quieres contar. Y siempre poniéndole pasión, emoción, ganas, humor… Si no estás bien, quédate en tu casa, no delante de un público. Si todo eso goza de una cierta armonía, de un ritmo, si se convierte en una narración interesante y no en un rollo patatero, ya tienes algo ganado. Pero no todo. Luego está la magia, el corazón de la comunicación. El duende, el alma…, bueno, ya me entienden. Algo inconcreto que provoca más atención, que seduce, que engancha. ¿Cómo se consigue? No lo sé. Pienso que en parte es algo genético. Lo tienes o no lo tienes. Puedes trabajarlo, debes hacerlo, pero siempre desde un don, dicho sea sin poesía.

Puse un ejemplo reciente de alguien que va sobrado de esa magia. Se llama Michael Robinson. Vino hace días al programa y volvimos a confirmarlo. Lo presenté como «alguien que cuando habla, te lo escuchas». Otras manera de definir la buena comunicación. Sí, le escuchas. Cómo lo dice, cómo sonríe, cómo subraya. No importa que haya hecho de su acento inglés una marca personal. Eso es anecdótico. Por mucho acento, si lo que dijera y como lo hace no interesara, sería uno más. Y Robinson no es uno más. Cabe recordar que este señor habla desde el trillado y previsible mundo del fútbol, donde los tópicos a mansalva son un verdadero campo de minas que destruyen la originalidad. Pero ni por esas. Michael los esquiva, los salva, te gana. Un tipo con el que te gustaría ir al fútbol y tomar una caña mientras te ríes y aprendes al mismo tiempo. Un buen comunicador.

«Memorias en diferido» en Interviú

«Birdman» contra «Ironman»

Jueves, 21 de mayo de 2015

El director mexicano Alejandro González Iñárritu la ha liado un poco con sus declaraciones respecto al género de los superhéroes en el cine. A mí me interesa mucho el tema. En realidad, ha dicho lo que muchos pensamos y, más allá de su carácter impulsivo, creo que responde a un amor profundo por el cine, por el arte de contar historias en la pantalla. Algo que, por cierto, ha quedado más que patente en la genial «Birdman», una verdadera obra maestra. Hace tiempo, mucho tiempo, que al cine lo ha colonizado esa suerte de pelis de acción, ruido, efectos digitales y una épica de plástico con caras conocidas en mallas. Nunca nos acostumbraremos a ver esos extraordinarios actores haciendo el pamplinas. Yo no, al menos. Son buenos actores y lo hacen bien, claro, pero las pelis de autor, las que emocionan y tocan la fibra, esas han quedado relegadas a una extraña segunda división que se las ve y se las desea para sacar la cabeza en las carteleras. Hay alguna excepción, por suerte, pero la estrategia global, el márquetin aplastante del nuevo Hollywood, apuesta más por las sagas y ha encontrado en el cómic el terreno ideal para levantar su imperio tan espectacular como intrascendente. Cine fast food. Otro cine, otra historia.

Recuerdo estar en Londres viendo una première de «Los vengadores» con José Corbacho. Cuando ya llevábamos dos horas, me salió del alma decirle: «Pero qué rollo, ¿no?».  Nos entró la risa. Luego hablamos ocho minutos con Scarlett Johansson en un hotel y no sabíamos qué preguntarle. Quizás la pregunta hubiera sido: «¿Tan importante es la pasta, Scarlett?». Pero no lo hicimos, claro. Éramos una parte más del engranaje y lo sabíamos.

Alejandro dijo sobre el género de los superhéroes: «A veces las disfruto porque son básicas y simples y van bien con las palomitas. El problema es que a veces pretenden ser profundas, basadas en algunas cosas como de la mitología griega […]. Odio eso, y yo no respondo a esos personajes. Ha sido un veneno este genocidio cultural, porque la audiencia está sobreexpuesta a la historia y las explosiones y mierda que no significa para nada la experiencia de ser humano […]. Superhéroes… tan solo la palabra me molesta. ¿Qué chingada significa? Es una concepción falsa y confusa la del superhéroe. […] Filosóficamente, simplemente no me gustan». ¡Toma ya! El director le ha pegado una patada al avispero de Hollywood donde más le duele. A su parte más rentable y millonaria.

Se le calentó la boca, a lo mejor, con lo de genocidio cultural. Genocidio es una palabra muy dura, muy agresiva, muy oscura, de las que duelen. Era una cuestión de tiempo que el gigante contestara, y fue Robert Downey jr. el que hizo de portavoz: «Mira, yo lo respeto hasta el límite y pienso que un hombre cuya lengua natal es el español, y que sea capaz de juntar una frase en inglés como 'genocidio cultural' habla de qué tan brillante es». Mazazo de Ironman.

Un mazazo equivocado, a mi entender, y que desprende un peligroso tufo de superioridad, de prepotencia. No puedes entrar ahí, amigo Robert. No puedes usar la lengua, con un claro rasgo de menosprecio cultural y social, para ironizar sobre Iñárritu. Seguramente había ocho maneras más de bromear y discrepar al mismo tiempo. Al fin y al cabo, todo el mundo es libre de hacer lo que quiera con su carrera, faltaría más. Te digo más: a mí siempre me ha encantado Robert Downey jr. Creo que es uno de los mejores de su generación. Su interpretación de Chaplin me robó el corazón para siempre. Tiene una mirada impresionante, un actitud ante la cámara que roza la verdad en muchas ocasiones. Por eso me duele (es un decir) ver que esa tendencia actual le somete a enfundarse un traje de acero con una luz en el pecho. Luego hace otras cosas, teóricamente menores, que son las que nos recuerdan su enorme valía.

Aquí solo hay una solución posible, y es que hagan las paces. Lo mejor sería que Iñárritu le propusiera un buen papel a Robert Downey jr. Una de esas películas que tocan la fibra, que sobreexponen al actor, que te conmueven y perturban. No lo descarten, porque en Hollywood todo es posible. Todo por la pasta. Incluso reconvertir una bulla en proyecto para mejor beneficio y expectación en taquilla.

«Memorias en diferido» en Interviú

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