Empezar de #0

Lunes, 14 de diciembre de 2015

Es un decir pero las cosas van por ahí. Nuestro nuevo canal se llamará #0 y para celebrarlo nos hemos echado a la calle. Nos plantamos en la Gran Vía de Madrid con nuestra mesa (la definitiva será mejor), un sofá y las cámaras. Hacía un poco de frío pero no lo notamos. Lo que sucedió fue un buen preludio: gente pidiendo cosas, opinando, riendo con nosotros.

Ya ha empezado el baile. Estreno el 11 de enero.

Emepezar de #0

Soñar es gratis e incluso peligroso

Miércoles, 17 de junio de 2015

Lo contamos hace poco en el programa: «Un anciano de 91 años cumple el sueño de su vida en Chicago». ¿Saben cuál era ese sueño? Pues salir de su parquin con la marcha atrás y destrozar la puerta. ¡Y lo hizo! Con un copiloto al lado y equipado con un casco, pero lo hizo. Solo unos metros, pero, ¡qué metros! El hombre tenía una gran cara de felicidad, era todo paz (a pesar del piñazo controlado). Sueño cumplido. Como suele decirse, ya puede morirse tranquilo.

Me gusta la gente que tiene sueños realizables, ahí debe salir mi vena más pragmática. Algo que se pueda hacer. ¿Romper una puerta? Venga, vamos. Solo necesitas presupuesto para colocar una nueva. Pero se puede. «Sí, se puede». Eso es un sueño realizable. De lo contrario, los sueños son esa materia abstracta, onírica, tan inasumible como la raya del horizonte en la playa. Nunca llegas y siempre está ahí. Carne de frustración. Puede pasar, claro, que te desanimes y tengas que comprarte una tonelada de libros de autoayuda. De esos en los que la palabra sueño sale en el título de la portada como si eso garantizara unas cuantas ventas. Al día siguiente, mi compañero Bob Pop me manda unas palabras del guionista y director Cristopher Nolan, pronunciadas en la ceremonia de graduación de Princeton. Son estas: «En la gran tradición de estos discursos ante los estudiantes, por lo general alguien dice algo sobre aquello de perseguir tus sueños, pero yo no quiero decirlo… porque no creo en eso. Yo quiero que persigáis la realidad. Siento que, con el tiempo, comenzamos a ver la realidad como la pariente pobre de los sueños… En ese sentido, quiero hacerles notar que nuestros sueños, nuestras realidades virtuales, esas abstracciones que disfrutamos y que nos rodean, son subconjuntos de realidad». ¡Bravo! Perseguir la realidad, que recupere el estatus que perdió a favor de los sueños. Con los sueños no puedes pedir una hipoteca. Bueno, sí. Quizás la pidas y te la den. Con la realidad puede que te la den, pero ojo con no pagar. El sueño se convertirá en pesadilla.

Lo mejor sería tomarse a broma los sueños. (Un consejo que sirve para TODO). Si te los tomas así, les quitas hierro y es mucho más llevadero. Nuestros espectadores nos mandaron vía Twitter algunos de los suyos. El mejor, para mí, era uno en que nuestro comunicante reconocía que el sueño de su vida sería «lavarle el pelo a Julio Iglesias». ¡Bravo! Hablaba de «el pelo», en singular, con lo que no hay problema si el cantante va perdiendo su cabellera, cosa por otro lado normal. Hasta que le quede solo un pelo o dos -como a Filemón-, nuestro espectador tiene tiempo de cumplir su sueño. Todo es hablarlo. Quizás podría ayudarle en esta tarea Risto Mejide. El publicista nos visitó hace poco y a la pregunta de quién era el entrevistado soñado, el más deseado, respondió: «Julio Iglesias». A mí me sorprendió un poco, la verdad. «¿Julio Iglesias?». «Sí, sí. Es el puto amo. Por muchas cosas, la mayoría de ellas no se pueden contar». Bueno, vale. Yo ahí no me meto, es algo muy personal.

Creo que uno tiene que entrevistar a alguien que respete y si puede ser, que admire. Eso es algo que comentó mi amigo Juan Cruz cuando presentamos su último libro, Siempre preguntando, una selección de sus mejores entrevistas en prensa. Más que una presentación, aquello fue una master class. Mi entrevista preferida del libro es la de Onetti, en su casa de Madrid. Juan le conocía bien, le visitaba a a menudo. Lo que lees es una charla, un encuentro, una transcripción tan bien hecha que parece que estés en ese piso, oliendo el tabaco, saboreando los silencios, las dudas, la sabiduría disfrazada de ironía que parece comunicar Onetti en los últimos años de su vida. Juan Cruz sabe hacer muy bien eso. Es uno de los mejores. Cruz pone el espejo delante del entrevistado, controlando su propio ego siempre al servicio del personaje. Lo hace con amabilidad, con una pasión y un oficio que acaban abriendo el alma del interpelado. Y todo eso sin darse importancia, dejando que el otro se explique, se complete. Entrevistar como Juan. Ese sería un buen sueño que, como hemos dicho, resulta inalcanzable. Habrá que conformarse y gozar leyéndolo.

«Memorias en diferido» en Interviú

Las gafas de Arrabal

Jueves, 11 de junio de 2015

Fernando Arrabal lleva siempre dos pares de gafas. Las suyas, las redondas de escritor, y otras de sol encima. A veces se pone más. Creo que esa es una manera de explicar, sin hablar, que estamos ante uno de los últimos bichos raros que quedan. Pero bichos raros de verdad, con fundamento, con pedigrí, acreditado. Eso, de entrada. Luego, cuando habla, te envuelve con su aparente locura, te lanza las ideas como las gimnastas lanzan sus cintas mientras saltan y caracolean por el suelo. Así lo veo yo. Sin maillot pero saltando y corriendo por el mundo, por París, o encima de un tablero gigante de ajedrez.

Fernando Arrabal es un surrealista, un patafísico, un niño de ochenta y dos años al que la palabra provocación se le queda corta. Hay que inventar otra, y lo más seguro es que lo haga él mismo. Arrabal hace como que escucha, pero no escucha. Tus palabras son solo el preámbulo de su discurso preñado de citas, a veces errático (lo parece, pero no), a veces afilado, repleto de episodios escabrosos (¿serán ciertos?), de morbo envuelto para regalo o de vida de genios (que no de santos). El espectáculo está siempre garantizado y nunca, nunca, defrauda. Suelo invitarlo a menudo, casi cada año. La última vez vino con un libro de sus cartas a los líderes mundiales y un espectáculo de teatro, «Pingüinas», sobre Cervantes. Como era de esperar, ha vuelto a levantar ampollas, a incomodar, a recordar su talento inclasificable. Un montón de mujeres en moto desafían lo establecido con Cervantes de fondo. Le han metido caña algunos críticos y eso todavía le estimula más porque Arrabal es incombustible e indestructible. Ya estoy esperando la próxima visita.

La Feria del Libro y de las fotos de Madrid
Una de las cosas que más me han sorprendido en mi reciente visita a la Feria del Libro de Madrid es la capacidad (infinita) de hacer fotos que tiene la gente. Fotos a famosos, como cromos de una colección imaginaria que luego colgará de los Facebooks o los Whatsapps como trofeos pixelados. Es una verdadera cacería sin escrúpulos ni miramientos. «Mira, un conocido. ¡Espera! Clic. Ya está». Yo me encontraba en mi caseta con mi criatura «No entiendo nada» y la gente, los lectores, iban pasando con su ejemplar. Hasta ahí todo normal y de agradecer. Para eso fuimos a la Feria del Libro. Pero, además, muchas personas solo querían la foto. Ni se preguntaban qué hacía yo allí. Me veían, desenfundaban y… foto. Algunos me la pedían, otros ni eso. Se ponían un poco lejos, como a tres metros, y el que disparaba componía el plano de manera que se me viera de fondo. Turismo con humanos de fondo. A veces les decía: «Hola! Que he sacado un libro!», con una cierta ironía. Simplemente sonreían o bajaban la cabeza y se iban. A por otro.

Los que nos dedicamos a esto sabemos que formamos parte del mobiliario urbano de la propia vida, del ruido mediático, de la curiosidad y esas cosas. Pero (hablo por mí) a veces nos gustaría que no nos lo dijeran tan explícitamente. Basta con un «buenas tardes».

Gente que habla como si estuviera enfadada
Hay gente con tan mala leche que aunque no esté enfadada lo parece. Pillé un taxi el otro día, le dije dónde quería ir pero tenía dudas (por eso pillé un taxi). El hombre me reprendió con malos modales, muy arisco, cabreado: «Eso que usted dice no existe, no puede ser. Esa calle no está en esa zona». Me lo soltó con la radio a tope y calor asfixiante. Tuve que darle otra referencia que me dejaba más lejos, tal era la bilis del tío y mis pocas ganas de discutir. Luego, silencio y miradas por el retrovisor como si yo hubiera matado a Kennedy. Resoplaba, me miraba, pitaba a todo el mundo. Yo no pude callarme: «Perdone si le he molestado». «¡No me ha molestado! Eso se lo ha imaginado usted!». Más miradas, calor, ruido, acelerones. Cuando llegamos al destino, después de pagarle le dije: «Una cosa… Es usted un maleducado». Salí y cerré la puerta. Aquel infierno rodante arrancó, el hombre gritaba solo. Y él cree que hace un servicio público… Pobre hombre.

«Memorias en diferido» en Interviú

Agradecimiento y rubor, pese a no entender nada

Martes, 2 de junio de 2015

Me da verguenza que hablen bien de mi. Pero me gusta. ¿A quién no? Más que hablar bien, lo que me gusta es que me «expliquen», porque eso es algo que no sé hacer. Uno nunca sabe como funciona su cabeza y porque sale de ella lo que sale.

Por eso, cuando mi amigo Edu Galan me presentó en Madrid junto a mi libro «No entiendo nada», me quedé de piedra. Ruborizado y agradecido. Este es el texto. Algo no muy habitual en las presentaciones, normalmente dicharacheras y superficiales. Qué tío el Galán. Cómo se lo preparó. Y qué bien lo pasamos.



Espero que me perdonéis si me pongo algo serio. No me volverá a pasar, pero mi madre me dejó dicho de niño que me comportase así si alguna vez presentaba un libro de Andreu Buenafuente en Tipos Infames y delante de tanta gente inteligente.

Es extraño: no recuerdo la primera vez que vi a Buenafuente y, a un tiempo, recuerdo perfectamente la primera vez que vi a Buenafuente. No tengo ni idea cuándo fue la primera vez que le vi en la tele y sí me acuerdo de la primera vez que le vi en persona, a través de una ventana de un hotel del centro de Barcelona, hace tres años. Andreu hablaba por el móvil, a su bola, y nosotros, mis compañeros de Mongolia, Darío Adanti, Rapa, y yo, le mirábamos desde dentro, habíamos quedado allí para que nos presentase «El libro rojo». «¿Es él?». «Sí, es él». «Che, no es él». «Bolú, es más alto en persona». «Ná, no puede ser él». Pero no importaría aquí la primera vez que vi a Buenafuente si no fuese porque después de la presentación cenamos juntos unos cuantos y, entre esos cuantos, la gran Mónica Carmona, la editora de «No entiendo nada», de Reservoir Books. Yo estaba allí cuando se conocieron Mónica y Andreu, amigos, y ahora me siento como un fan quinceañero pero en ese momento me comporté como los imbéciles que estaban allí cuando los Beatles tocaban en The Cavern y, en lugar de atender, se dedicaron a comer perritos calientes mientras ellos reinventaban «Long tall sally».

Yo sabía que Andreu tenía insomnio, que solo es una etiqueta clínica para cómo me imagino su cabeza. Ahí dentro debe de sonar, de continuo, el «tum-tum-tum-tum tum, tum, tum» del inicio de «White room» de Cream. Así me imaginaba yo, así me imagino yo, el cabolo de Andreu cada vez que me mandaba, cada vez que me manda, sus dibujos al Whatsapp por las noches. Pensaba en ese ritmo de Ginger Baker y también pensaba «qué cabrón, qué bueno es», pensaba mucho «qué cabrón», mucho más, la envidia, ya sabéis, pero también pensaba en Mónica Carmona y en Reservoir. Esto yo no se lo decía ni a Andreu, ni a Mónica, aunque ella y él ya estaban, en aquel momento, conspirando a mis espaldas para editar sus dibujos.

Hablemos de «No entiendo nada», esa serie de descargas eléctricas ilustradas que hoy presentamos. Descarga uno: un hombre se mete la mano en el corazón y se lo extirpa cantando «Jesusito de mi vida… te doy mi corazón». Descarga dos: de un culo caen personas hechas sombras y titula «Líder de opinión». Descarga tres: un monstruo de miles de ojos mira a un Andreu y él proclama «Esto debe de ser la popularidad». Se empeña este señor de mi lado en darnos zarpazos (cómicos, dramáticos, psicodélicos, surrealistas) con sus dibujos y lo consigue gracias a una extraña cualidad.

Por debajo de la aparente discontinuidad del volúmen habita, qué maravilla, un discurso de alguien que mira al mundo con plano detalle, entre la ingenuidad (y el cierto asombro que conlleva) y el recelo (y la cierta amargura que conlleva). Cada vez estoy más en contra de la ocurrencia, una cosa que premian extraordinariamente las redes sociales, y más a favor de un discurso con frases subordinadas o dibujos subordinados. Noto que este rollo igual os suena a algo de viejo pero es que yo, amigos, desde niño siempre he querido ser viejo. Cojo un ejemplo canónico del libro de Andreu: como en clase, ¡abrid todos por la página 120! Un hombre a lo Munch grita, desde la deformidad que le proporciona su aullido, porque, según escribe Andreu, se «ha quedado sin horizonte». Con él, de pronto, notas que el artefacto blanco de Buenafuente va mucho más allá de una excusa contra el insomnio. Utiliza mi maestro, el psicólogo Marino Pérez, en su tratado «La invención de los trastornos mentales» (Ed. Alianza) el concepto orteguiano de horizonte como constructor del sentido de la vida: cuando crees que llegas a él descubres otro más, y perseveras en el camino. Vivir es perseverar en el camino, siempre que encuentres un horizonte hacia el que ir. Pero cuando este horizonte desaparece, queda lo que entiende, escribe y dibuja Andreu: un grito seco, difuminado, que abrasa cualquier rasgo facial. Casi plasma Buenafuente ese grito total y sordo en el que Michael Corleone se hunde al final de «El Padrino III» con el asesinato de su hija. Nada destroza más horizontes que perder a un hijo. Cada una de las páginas de «No entiendo nada» son matrioskas a las que vamos desmontando desde significados grandes (la fama, la soledad, el amor, las clases sociales) hasta significados mínimos.

Ahora vamos a lo gordo: ¿qué cojones hace un cómico televisivo dibujando? ¿Cómo se atreve? Respondo a lo bruto: ¡porque no le quedaba más remedio! El poeta ovetense Ángel González escribió «yo no soy más que el resultado, el fruto». Repito: «yo no soy más que el resultado, el fruto». ¡La Tradición, cojones! ¿Cómo explicaríamos el humorismo español sin cómicos dibujantes? Gila, Azcona, Chumy Chúmez, tan negros de postguerra, o los actuales Miguel Noguera, Raúl Cimas, Carlos Areces, Joaquín Reyes. Y los que se me pierden por el camino. A ellos honra Andreu con su «No entiendo nada» y, además, también se honra a si mismo: sabe distinguir que para esto también vale, el muy cabrón. En el fondo, todos tratamos de lo mismo: de honrar un oficio y, con él, a los muertitos nuestros que nos precedieron y que tanto admirábamos.

Antes de cantar su versión musicada de «No sirves para nada» de José Agustín Goytisolo, Paco Ibáñez suele recordar que el poeta le advirtió una vez que no servir para nada significaba la libertad total. Andreu Buenafuente sirve para muchas cosas, entre ellas, para arrejuntar sus dibujos al calor de este magnífico libro. Ahora que le miro de cerca y no a través de una ventana de un hotel, le noto feliz porque está tan preso de sus esplendorosas servidumbres como muchos de nosotros.

Eva y Mónica, gracias, os adoro; Andreu, gracias, maestro, te adoro; gracias a todos.

La canción de la cabeza de nuestro amigo:



Edu Galán

(Fotos de Marta Malo)

Famoso anda suelto

Domingo, 25 de mayo de 2014

Muchas veces he intentado explicar lo que significa ser conocido, famoso, popular o salir por la tele. Mis palabras nunca son suficientes para definir el terremoto personal que conlleva, cómo te zarandea el asunto, cómo te cambia aunque no quieras. También puede ser que un servidor no sepa escribir muy bien. Sea como sea, he decidido transcribir un fin de semana reciente. Fui apuntando todo lo que me sucedía y esta es la historia de los hechos.

El viernes viajo a Madrid para participar en un curso de comunicación audiovisual de una universidad. La ciudad bulle a casi treinta grados. Después de la charla me hago fotos con todos. Pero además, grabo pequeños vídeos para trabajos de los alumnos. «¿Puedes decir que escuchas el programa y que tú eres una patata? Es una palabra clave». No lo digo por si acaso. Me piden que grabe «con el móvil mismo» mi apoyo a una candidatura para unas elecciones de un sector profesional. «¿No debería conocer su programa electoral?», tercio. «Claro, claro». Antes de marcharme, un alumno me pasa un papel doblado. Me dice que ahí van sus datos, que está en primero pero que nunca se sabe. Luego comprobaré que viene todo: correo, cuenta de Twitter, teléfono… Todo menos el nombre del muchacho.

Por la noche acudo a cenar con una compañera a una pizzería de la calle Hortaleza con fama de hacerlo bien. Sería hace años, porque ahora es un lugar oscuro, caluroso, caro y de servicio lento. Pienso en Chicote. Lo bueno es que mientras me espero en la puerta, sigo con las fotos a mansalva. Sin mediar saludo ni nada. Fotos, fotos, fotos. La foto por la foto. Una mujer que entra en el portal de al lado me pide la enésima. «No lo hecho nunca». Yo intento poner siempre buena cara. Su hijo pequeño nos mira con atención. Pasa un joven con su novia. «Joder, Andreu. Acabo de editar este disco -se lo saca del bolsillo- y te veo siempre. ¿Una foto? Ah, y además, ¿puedes hacer este gesto con la mano y así lo cuelgo en mi Facebook?».  «Oye, yo encantado, pero una cosita… si te voy a apoyar, ¿no sería bueno que te escuchara cantar antes? Me encanta la música, de verdad, pero es que no te he escuchado nunca». Decepción en el ambiente. Quiere la foto como sea. La hago, pero intento que no salga el disco. En mi modesta opinión, así no se apoya la música. Aquí te pillo, aquí te mato, no.

Cuando dejo el restaurante (por fin), me entregan un paquete. Es un pequeño robot de juguete y lo acompaña una nota de la mujer de antes, la que vivía al lado. Un detalle. (Para ser honestos, hay que decir que mucha gente es detallista y generosa). Atravieso la calle Hortaleza como un ciervo cruza la sabana: soy la víctima ideal. Gritos y reclamos por doquier. «¡Buenafuente!». Mi compañera alucina. «¿Siempre así?». Sonrío quitándole importancia.

Decido insertarme en la cama. Ni copa, ni nada. No puedo más.

Al día siguiente vuelo a Donosti, donde me espera un encuentro con mis compañeros de la mili de hace 27 años. Gente normal, corriente, buena. Un respiro. Ya me avisan que el propietario de la casa que alquilamos quiere conocerme. Reímos, recordamos y, claro, salimos a la calle. Les aviso de mi rollo y a cada foto, a cada saludo de un desconocido, me miran como un extraterrestre. Estando en un restaurante salgo a fumar un cigarrillo. Me ve el de delante. «¿Una foto, Andreu? ¿Puede ser en el mío?». Dudo y ahí la cago. «Mira, es que nos gustan las famosos», me dice señalando una pared atiborrada de retratos sonrientes. Muchos actores de cine que vendrán cuando el Festival. Me colocan bien y uno coge la cámara. «Un momento, ¿me estáis diciendo que voy acabar ahí colgado sin haber estado nunca comiendo aquí?». Veo a Gandalf con el rabillo del ojo. Todos ríen, nadie pilla la ironía. ¡Clic! Foto, alguna más y mi disculpa: «Perdón, pero estoy en el de delante con mis amigos». «¿Dónde andabas?», preguntan mis amigos. «Nada, fumando…».

Antes de dejar la casa, el propietario se empeña en que visite su negocio personal y de nada sirve que le recuerde que voy con más gente. Él quiere eso y no va a aflojar. Me quedan unas horas antes del vuelo. Paseo por La Concha, intento respirar, incorporarme a la masa de gente que camina sin prisa. Veo un mercadillo y entro. Revolución. «¿Qué haces aquí?», «¿puedes tuitear que has venido?», «todo el mundo quiere fotos», «soy la responsable, ¿cómo te has enterado?». Les digo que ha sido casualidad, que no es tan importante lo de la tele, que quiero comprar algo para mi familia, que busco un cierto anonimato. Lo digo con una sonrisa, pero nadie escucha. Me hago fotos, me dan tarjetas, abrazos, algún empujón, comentarios que no necesito y opiniones no solicitadas. Sonrío, encajo, acepto y voy tirando disimuladamente hacia la salida.

Vuelvo a la calle y pienso en el principio del artículo: esto no se puede explicar. Hay que vivirlo, llevarlo con dignidad y una cierta simpatía. Un taxista corona con un tópico toda esta vivencia: «Es la factura que tienes que pagar». Lleva razón: será que compré la fama. Me deja en el aeropuerto y antes de que me aleje me pregunta: «¿Te importaría hacerte una foto conmigo?».

«El Berenjenal» en Interviú.

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