Digital.
2024
Mikel
Beber y dibujar
Quim Vila me encargó el cartel para su prestigioso concurso de cata por parejas de Vila Viniteca y no pude negarme. Mis dos pasiones juntas: dibujar y el vino. Luego descubrí que compartimos icono. Que la nariz bien sirve para definir de un trazo lo del oficio de payaso —solo basta teñirla de la rojo—, o ponerla cerca de una copa y dejarte embriagar por un buen vino.
Tiré por ahí y salió este cartel del que estaría orgulloso (espero) mi maestro Mikel Urmeneta. El vino no debería ser un universo sofisticado, un mundo al alcance de sibaritas y finos especialistas. El vino es cotidiano, milenario y festivo. Siempre ha estado ahí y siempre seguirá presente en los mejores momentos de nuestras vidas. Dibujar el vino es casi una feliz reiteración.
No entiendo nada
Tengo un vicio (confesable) que es el de dibujar en todas partes a todas horas y en todas las condiciones posibles. No sé cuando se metió en mi cabeza esa obsesión, la verdad es que no me acuerdo muy bien. Quizás todo empezó cuando empecé a vivir solo en Barcelona en los noventa. Trabajaba en la radio y tenía bastante tiempo libre por las noches. En lugar de tirarme en el sofá y ver la tele con calma, disponía todo mi arsenal de papeles y tintas y lo hacía todo a la vez: miraba la tele y emborronaba.
Así todo el rato. Me daba bastante vergüenza enseñarlo, algo que no entiendo por qué pasa , pero pasa. Yo diría que eso viene de nuestra época escolar, donde no nos enseñan a ser libres con el trazo, a probar, a encontrar nuestra expresión sin pudor y a disfrutarlo. Demasiada teoría y poca práctica. Mucho estudio y poco juego. Pese a ese lastre yo dibujaba y dibujaba.
Hasta que un día, una pintora profesional, me dijo que no temiera nada, que fuera más lejos y que hiciera lo que me diera la gana, porque lo que uno hace es único y no importa la técnica sino el alma de tus dibujos. ¡Buena cosa me dijo!. Me vine arriba y el virus del arte (a mi manera) se metió en mi cabeza para siempre. Aquello fue imparable. Sentía que me enamoraba de la pintura.
Estaba deseando tener un rato para pintar. Llené libretas y carpetas, experimenté con materiales, rompí mucho y guardé bastante. Algunos amigos (pocos) se interesaban por aquella epifanía de monigotes, trazos y colores. «¿Pero tú estás bien?», me preguntaban con una cierta sorna. Yo estaba muy bien y regalaba (todavía sigo haciéndolo), algunas de las piezas que salían de mi cabeza y de mis manos. Regalar lo que pintas, creo, es una de las cosas más bonitas que puedes hacer con tu arte. Regalas una parte de ti, de tus obsesiones, de tus pensamientos más íntimos. Y eso es para siempre. Lo que regalas es lo que te va a sobrevivir. Para lo bueno y para lo malo.
Pasaron los años y la obsesión fue a más. La diversión iba en aumento y no había ningún motivo razonable para detenerla. Hasta que mi amigo Mikel Urmeneta, una noche memorable de 2005, me dio el empujón definitivo. Estábamos en Ibiza para una entrevista y vio todo mi arsenal. «Pero tío, ¿esto qué es? No puedes dejarlo. ¡Sigue, sigue!». Insistió mucho. Mucho. «Tus dibujos no dejan indiferente». Sonaba bien, parecía un halago. Yo creía que era una broma pero no, el hombre iba en serio y se puso muy pesado. Y, claro, si un dibujante genial y profesional, te anima de esta manera pues habrá que hacerle caso ¿no? Eso hice y el alud fue imparable. Siempre le consideraré mi padrino en este campo.
Hasta que hace algo más de un año conocí a los de Resevoir Books en la presentación del libro de Mongolia. Me armé de valor y les dije que «tenía cosas, muchas cosas, que a lo mejor podrían conformar un libro». Lo dije con la boca pequeña, como probando, porque aunque parezca mentira no me gusta hacer el ridículo sino es cobrando en un programa de humor. Decidieron verlo y se animaron a trabajar en el proyecto. Los editores (buenos) son esa gente con una paciencia infinita que saben animar y esperar en la proporción adecuada. Yo me propuse la tarea (como si no tuviera cosas que hacer ¿sabes?) de definir un estilo y aprovechar las noches de insomnio después del programa para armar una buena colección. Manos a la obra. Recuerdo aquellos meses como los más productivos de los últimos tiempos. Había que trabajar a escape libre, dejar que todo fluyera.
Así es como se hizo «No entiendo nada», el libro con el que me examino. Uno de los trabajos que más ilusión me ha hecho en los últimos tiempos. ¿Que de qué va? ¡Buf! Eso lo tendrá que decir el que lo tenga en las manos. Yo creo que va de todo y que se adentra en territorios oscuros, a veces un poco ligeros, otros más profundo. Es humor y no es humor. Va de la vida. De la muerte, del sexo, de las mentiras, de los miedos, de las esperanzas. Lo que es la vida. O como la veo yo a esa hora incierta en la que todos duermen y, curiosamente, eres más sincero que nunca contigo mismo. Son dibujos que vieron la luz cuando los focos del programa se apagaban, cuando las risas se callaban, cuando las únicas voces estaban en mi cabeza y misteriosamente, tomaron forma y se proyectaron en los papeles para siempre.
Me quedé a gusto y ahora quiero más. Nunca dibuja uno lo suficiente. Por suerte.
Los ‘pop-prehistóricos’
Pocas veces se dan las circunstancias adecuadas para que todo salga bien. Y se veía venir. Nos juntamos con Mikel Urmeneta y Pablo Carbonell para pintar un mural de más de diez metros. Un encargo del genial Juan Luís Arsuaga que dirige el Museo de la Evolución Humana de Burgos. (Si no lo conocen, ya están tardando).
Todo fue un gran juego de improvisación, interacción y diversión. Lo último es lo más importante. Tardamos siete horas para «atacar» el lienzo en negro de diez metros y hasta vino público para presenciar la ceremonia de colores y locura. La obra quedará expuesta en el museo. Nuestro personal homenaje a los primeros pobladores que también pintaban en las cuevas lo que más les impresionaba. Yo ya tengo la maleta preparada por si hay que repetirlo. Pero tienen que darse las circunstancias…
Fotos: Patricia González y Andreu Buenafuente
Hace unos años
New York, hace unos años. Dos de las personas que más admiro posan para mi cámara cerca de Union Square. Urmeneta y Arguiñano. Tanto monta… dos cracks. Dos genios que no se comportan como tales. Y ahí está la gracia y el placer de compartir buenos ratos con ellos. De reírnos de todo, de disfrutar. Echo de menos aquellos ratos. Ojalá se puedan repetir.