Morir

Sábado, 10 de mayo de 2014

Morirse está muy mal, no me digan que no. No es bonita ni la palabra. Duele pronunciarla. Algunas veces me preguntan si me molesta hacerme mayor e ir avanzando por la vida hacia ese final que todos conocemos y que todos tratamos de ignorar.

Últimamente digo que «sí, me jode mucho hacerme mayor, perder facultades y todo lo que eso conlleva. Cuanto más te gusta la vida, más detestas hacerte a la idea de que tendrás que largarte algún día. Y a lo mejor, de manera inesperada. ¿Quién compra eso? Es una birria de guion. Al final mueres. El guion de un mal guionista. ¡Joder, trabájate mejor el final!».

El periodista siempre sonríe: «Claro, claro». Yo lo veo así, aunque lo correcto quizá sería dar una imagen de serenidad, de asunción de lo inevitable, de una cierta sabiduría que vendría de serie con la condición humana. Un tío abuelo mío solía decir que si nos miramos las palmas de las manos, veremos que las líneas dibujan una «m». Si luego observamos las plantas de los pies, encontraremos una «s». «Muerte segura», apostillaba como un hechicero. Y se montaba en su mula, camino del campo y en silencio. Hala, ahí os quedáis. A los niños se nos ponían los ojos como platos. «Muerte segura». ¡Parece una película de Steven Seagal!

«Cuando nacemos, empezamos a morir», suele decirse. ¡Vamos, hombre! Es científicamente cierto, pero no me digan que no resulta forzado. Esa criatura que acaba de nacer, rebosando vida, con casi un siglo por delante… ¿Le vamos a decir que empieza a morir? ¡Anda ya! Me niego. Yo no quiero vivir pensando que voy a morir. Ni quiero, ni sé cómo se hace, que todavía es peor.

La frase más recurrente en los entierros -aparte de «tenemos que vernos más»- suele ser: «Es que no nos preparan para la muerte. En otras culturas lo tienen muy claro, en cambio aquí…». Vale. No nos preparan porque no mola nada. Porque la fuerza de vivir, algo inexplicable, apasionante e indescriptible, nos arrastra por nuestra biografía. Nos lleva en volandas por los cielos y los infiernos de nuestros propios días. La fuerza de vivir lo sazona todo de sentimientos, de deseos, de frustraciones, de pasiones… de vida. (Esa palabra sí que es bonita: VIDA). La bola de sentimientos que va y viene por un pinball gigante sometida a los caprichos del azar somos nosotros. La muerte, pues, es dejar la partida, es la casilla de salida, un final, y, vamos a ver, nadie quiere dejar de jugar.

En la última película de Paco León, uno de los asistentes a un sepelio suelta: «Se está muriendo gente que antes no se moría». ¡Genial! Otra vez sale el humor (negro) para echarnos un cable. Aunque no sea cierto. Muere gente todo el rato y cada familia recibe el impacto en sus corazones, dejando una muesca en el alma. Luego están los personajes conocidos que extienden el duelo a toda la población, como un maldito clima de invierno. Helado e injusto. García Márquez, Tito Vilanova, Constantino Romero, Paco de Lucía y tantos otros. Patadas en nuestro hígado. Cuando ellos se van, todos nos vamos un poco. Como dijo Carlos Fuentes: «Qué injusta, qué maldita, qué cabrona la muerte, que no nos mata a nosotros sino a los que amamos». Pues eso: muy mal. Ya no toco más el tema. Perdonen ustedes.

«El Berenjenal» en Interviú.

Café

Lunes, 5 de mayo de 2014

Me gusta el café. Mucho. Pero voy a evitar tomarme cien tazas en cuatro horas. No sé que haría sin Twitter.

La incorrección

Lunes, 24 de marzo de 2014

Lo hablamos a menudo entre algunos humoristas: «Cada vez está peor vista la incorrección». Se ha producido un extraño fenómeno según el cual, a medida que avanzábamos (más o menos) en la construcción de una sociedad más justa, íbamos cercando y amenazando la incorrección humorística. Hemos confundido la protección de los derechos fundamentales con la bendita libertad de la ironía y el sarcasmo. No solo es una cosa de humoristas. En realidad, el mundo se organiza y trabaja desde hace mucho tiempo para estandarizarnos cada vez más, cosernos a normas, sembrar alertas continuamente. «Esto no se puede decir, esto no se puede hacer». El otro día compré tabaco en un quiosco. El hombre tiene una máquina. Pago y me dice: «Cógelo tú, solo tengo permiso para tener la máquina, no como estanco. No puedo dártelo. Cógelo tú». Creí que era una broma, pero era verdad. Así es el mundo actual. Un paraíso para los abogados, terreno abonado para los puritanos y conservadores. Diría fachas, pero está muy mal visto. No es correcto. Ustedes ya me entienden: me refiero a esos que siempre han estado arriba en el escalafón social (de donde no quieren bajar ni a patadas) y a los que les conviene una sociedad con bozal, atemorizada y controlada. Así las cosas, los cómicos hemos empezado a pensar dos y tres veces lo que decimos, nos reblandecemos a la fuerza y acabamos hablando de nuestras novias imaginarias, que, al no existir, no se pueden quejar. Lo previsible gana terreno y lo incorrecto se arrincona en una esquina del ring del espectáculo como una alimaña peligrosa. Cuando somos correctos, dejamos de significar una amenaza. Nos toleran. Nos ponen un 21 por ciento de IVA en la frente y, venga, a hacer reír, pero flojito…

He pensado en todo esto ahora que se cumplen cinco años de la desaparición del gran actor Pepe Rubianes, cuyo vacío sigue sintiéndose en la sociedad catalana como el primer día. Si había un tío querido en esta sociedad, era Pepe Rubianes. Todo un reto para los que intentan definir a todos los que vivimos en este territorio que se busca a sí mismo. Rubianes era gallego de nacimiento, cubano de crecimiento y catalán de madurez. ¡Hala, analicen esto! Ahora se edita nuevo material inédito, bajo el título de «Después de despedirme», y otra vez se agiganta la figura del más grande de los incorrectos, el más libre de los cómicos que jamás haya subido a un escenario. Bueno, al menos que yo haya conocido. Y llevo bastantes… Rubianes se pasaba lo correcto por el forro de sus caprichos. No estaba en la vida para caer bien a todo el mundo. Estaba para abrir la boca y dejar que sus palabras lo llenaran todo como una lluvia ácida con la que muchos se identificaban. «Pepe dice lo que todos pensamos, pero solo él puede decirlo». Así era. Cada vez que lo veía en directo me admiraba ese pasaporte para la verborrea hilarante y sin tapujos que le había entregado su público. Él lo sabía y lo usaba con energía. Protegía ese salvoconducto, era su razón de vivir, de ser. También creo que los más grandes no crean escuela. Son inimitables y es bueno que así sea. Lo que no es bueno es que se olvide su trabajo, lo que representaron, cómo lo hicieron y cómo influyeron. Así me lo tomo yo cuando consulto, lo que hago a menudo, sus textos y sus grabaciones. Me pongo la tarea de no dejar que caiga en el olvido y de reivindicar que en el ADN de un cómico está, pese a quien pese, la incorrección. A ver si aprendo.

«El Berenjenal» en Interviú.

Eso de la felicidad

Jueves, 13 de marzo de 2014

Hace unos meses asistí a una charla a la que me invitaron. Era por la mañana, se trataba de un compromiso previo al programa. Lo digo porque ahora, desde que me acuesto a los dos de la madrugada y con el ruido de la televisión repiqueteando todavía en mi cabeza, las mañanas son algo espeso e inconcreto que intento sobrellevar lo mejor que puedo. Pero allí estaba yo, habiendo dormido unas cinco horas (pocas en mi caso), con la mejor cara que encontré en mi archivo. Hablamos de internet, del uso personal de las redes y todas esas cosas. El típico tema del que muchos hablamos últimamente, pero que muy pocos conocen exactamente. El caso es que la charla era interesante porque mi anfitriona era lista y se había preparado bien el tema. De repente, y hacia el final del encuentro, me preguntó: «¿Porque, Andreu, para ti qué es la vida?». Miré hacia los lados, como buscando a alguien más. Alguien que me sacara de la atolladero. Pero no. Me lo preguntaba a mí, así que, una vez más, me debía tirar a la piscina y echar mano de mi amiga la improvisación. Creo recordar que le dije algo así como: «Mire, yo solo soy un cómico, no sé si mi opinión les va a servir de mucho. Le diré que intento disfrutar con mi trabajo y ser honesto conmigo mismo y con los demás. Quizá la felicidad sea hacer eso más o menos cada día. No lo sé… Yo vivo así, pero tengo muchos fallos. Quiero decir que lo de vivir vendría a ser una ciencia muy poco exacta». Aplaudieron (quién sabe si por cortesía) y yo pude salir a la calle, donde respiré un poco. Respiré, me hice fotos de esas absurdas que la gente te pide porque «mi novia no se lo va a creer» y me confundí entre la muchedumbre de Barcelona. En las ciudades, apresuradas, humeantes y un poco cabreadas, tienes la sensación de que nadie es feliz. No lo parece. No están en las calles para ser felices. Van al trabajo porque lo tienen o van a buscar uno desesperadamente. Pensaba en eso…

A los pocos días pasé por un programa de radio. Nos reímos bastante porque el humor, bendito humor, sirve para quitar hierro a las cosas y hablar de todo aunque parece que no hablas de nada. El presentador me preguntó por mi nuevo programa. «¿Cómo te va?». «Bien, supongo que bien. Cuando trabajo me siento bien y me acompaña mucha gente buena. Al otro lado de la pantalla parece que también hay gente, por lo que la cosa va tirando». «¿Pero tú estás contento, eres feliz?». ¡Y dale! Hay algo de impúdico en el hecho de preguntar tus sentimientos, ¿no? Es como cuando te preguntan si estás enamorado y no es tu pareja la que lo hace… Yo lo veo así, quizá sea la timidez. Le dije: «Mira, yo tengo cuarenta y nueve años. A esta edad, si estás muy contento, es que eres tonto. Si estás muy triste, es que no has entendido nada». Risas y final de la entrevista. No fui consciente de lo que había dicho hasta que alguien lo retuiteó. (Ahí tenemos otra característica de los tiempos actuales). Me gustó más cuando lo leí. Me pareció que lo había escrito otro. La felicidad, pues, sería el equilibrio entre la euforia naíf y despegada de la realidad y una visión ácida y gastada de las cosas. Hay motivos y momentos para todo, lo sabemos, pero solo estás bien si estás equilibrado y sabes identificarlos. No digo que sea fácil, solo digo que la felicidad (espontánea, escurridiza) anda por ahí. Por si les puede ayudar.

«El Berenjenal» en Interviú.

Ver más