La vida te da sorpresas

Domingo, 9 de marzo de 2014

La vida misma, sin sorpresas, sería de lo más rutinaria y previsible. De la misma manera, cuando las sorpresas son desagradables, nos entra una especie de desazón, una rabia y hasta una impotencia. Así pues, ¿cómo quedamos? Imposible llegar a un acuerdo. No olvidemos que somos humanos, que cada uno es de su padre y de su madre y que la percepción de las cosas es algo muy personal. Algunos vivirán las sorpresas como giros agradecidos del destino. A otros (más bien cenizos o directamente gente poco interesante) cualquier cosa que se sale de la norma les obliga a replanteártelo todo, a dudar e incluso… ¡a pensar! ¡Y eso sí que no! Hay gente que no quiere pensar demasiado, que ya viene pensada de serie (o eso creen ellos). Gente que tiene la porosidad del acero inoxidable.

Conozco a un tipo que sostiene que, a sus treinta y pico años, ya tiene todos los amigos que necesita. No desea más. Tampoco está interesado en nuevas creencias (lo matricularon como católico aunque no va a misa ni practica), ni en nuevos hobbies, ni en las tecnologías actuales (abomina de las redes). Dice que le da pereza todo lo nuevo y que ya tiene suficiente trabajo digiriendo lo que sabe. No es mal tipo, pero podría ser que hubiera muerto en vida y todavía no nos hemos enterado. Ha adoptado el escepticismo rancio e inmovilista como bandera, es un auténtico frontón con patas y ahí está el tío, «viéndolas venir», según sus palabras. Me pregunto si este hombre/zombi del que les hablo vio la 'Operación Palace' de Jordi Évole en laSexta. Un fantástico ejercicio de ficción sobre un episodio fundamental de nuestra historia. Juraría que lo vio y que no le gustó. En realidad no le gustó que le engañaran, que le sorprendieran con una pieza que exigía concentración hasta el final y una amplitud de miras, digamos mediana. Jordi apostó por la sorpresa, por saltarse la norma y abandonar el territorio más cómodo para él y para todos. Y yo me pregunto: ¿cómo puedes estar en contra de alguien así? Alguien que arriesga, que mueve los límites mentales, con lo sano que es eso y apela a nuestra inteligencia. ¿Qué hizo mal? Hay una corriente que opina que perdió credibilidad como periodista. ¡Vamos, hombre! Tenemos a periodistas haciendo anuncios de bancos y de caldos de gallina como si tal cosa. Tenemos a periodistas que no hacen una entrevista interesante desde hace veintidós años. Otros que escriben o hablan al dictado de su grupo editorial (el paro es un monstruo que está ahí). Con todo ese panorama, ahora vamos a discutir si uno de los mejores, por un momentáneo cambio de formato y de registro, ha dejado de ser creíble. La duda ofende.

Según mi modesta opinión, el mundo del espectáculo, del entretenimiento, está basado en la sorpresa. La considero una pieza fundamental del ADN creativo. Aunque no lo sepamos, estamos esperando que nos sorprendan porque eso subvierte el orden y la lógica y a partir de ese momento, las cosas son interesantes, únicas, especiales, creativas y en algún caso hasta geniales. Jordi dejó claro que, por una vez, iba a hacer espectáculo. Un espectáculo que echaba sus raíces en la información de un episodio histórico ya superado, vale, pero espectáculo a fin de cuentas. Y lo hizo muy bien. Como siempre.

«El Berenjenal» en Interviú.

Fenómeno Chicote

Martes, 4 de marzo de 2014

Los fenómenos televisivos salen muy de vez en cuando. Los fenómenos de verdad. No me refiero a esos programas que consiguen mucha audiencia pero cuya fuerza o eficacia radican solo en el formato, en una gran idea vestida espectacularmente y que conecta con el gusto mayoritario de la gente (algo que no analizaremos ahora porque nos llevaría varios artículos). Lo que quiero decir es que son grandes ideas, pero a menudo están despersonalizadas. Son programas muy resultones, que todas las cadenas buscan, por supuesto, pero ante los que siempre me pregunto lo mismo: ¿qué pasaría si lo presentará otro? ¿seguirían siendo un éxito? En la mayoría de los casos la respuesta es sí, y, claro, ahí es cuando mentalmente hago un corte entre programa de éxito y fenómeno televisivo. El que tiene las dos etiquetas es un crac. El que hace un programa bueno y, además, es imprescindible ya ha captado mi atención, bastante desgastada por cierto después de tantos años. Una vez, hablando con un directivo sobre un programa que era un pelotazo, me soltó: «Este programa es tan bueno que lo podría presentar la cabra de la Legión». Me sonó como un mazazo para todos los del reducido y sufrido gremio de presentadores humanos. No pude dejar de imaginarme a la dichosa cabra en mitad del plató, mascando unos matojos, ajena a todo lo que iba sucediendo a su alrededor. Pensé: ¿esto es lo que me espera? ¿Acabaremos siendo ganado en un campo de píxeles, música, aplausos y ruido? ¿De verdad que se ha perdido toda esperanza en la autoría, en las habilidades de una persona para captar la atención a través de la pantalla? Quiero pensar que no, que entre el gusto y el consumo adocenado de la televisión todavía queda sitio para la gente especial.

En los últimos meses he descubierto a un fenómeno, alguien que mantiene la llama de la singularidad ante las cámaras. Se llama Alberto Chicote. Ese hombre rotundo y sin pelos en la lengua que se mete en las cocinas más impresentables de España e intenta salvarlas como sea. ¿Cuál es el secreto de su éxito? Yo diría que su sinceridad, su arrojo, su valentía a favor de obra. Y que sabe de lo que habla, claro. Primero pensé que estábamos ante otro tipo cabreado que manejaba bien el conflicto (algo que últimamente vende mucho en televisión, como en tantos ámbitos). Pero es mucho más que eso. Porque un tipo iracundo te acaba cansando. No, no. Chicote se arremanga, busca el cuerpo a cuerpo entre los fogones y hasta hace sus pinitos en psicología laboral (si es que existe). Quiero decir que sabe arañar el alma y la pasión de los propietarios, a menudo confundida y desordenada. Les pone ante el espejo de su negocio, les hace reaccionar y les lleva de la mano hasta los territorios básicos de la cocina. El camino del éxito de Chicote no ha sido fácil y por eso hay que valorarlo todavía más. Tenía que hacer olvidar al original inglés (muy bueno, por cierto), tenía que normalizar esas casacas imposibles de colorines, tenía que hacer atractivos esos ambientes aceitosos y claustrofóbicos. Y lo ha conseguido. Currando como un loco, como me comentaba en Navidad mientras rodábamos un spot para nuestro grupo. Toda la semana de rodaje, metiéndole corazón y energía. (Ahí tienen otra clave para el éxito, universal). En nuestro programa somos fans y por eso le imitamos. Alguien dijo que siempre imitas a quien admiras. En este caso sí. Felicidades, Alberto. A ti y a todo el equipo. Habéis convertido vuestra pesadilla en vuestro sueño.

«El Berenjenal» en Interviú.

El crudo invierno

Viernes, 21 de febrero de 2014

No me gusta el invierno. No le veo la gracia, así, en general. Soy mediterráneo y necesito que los días sean largos y luminosos, que el calor lo barnice todo y lo haga más agradable y confortable. Las estaciones son estados de ánimo, y no me negarán que el invierno es lo más cercano a la tristeza. Este invierno está siendo crudo y ya llevamos algunos encadenados. Demasiados. Luego los superamos, sí, pero hay que sufrirlos. Me he tirado una semana en la cama y sin voz, lo peor que le puede pasar a un inquieto patológico que se gana la vida hablando. Pienso: «Ves? Esto solo puede pasar en invierno». Y te vas consolando ante ese estudio popular nunca confirmado que suele comentar la gente: «Está todo el mundo igual, este año ha venido muy fuerte». Pues vale. Duermo, leo un poco si la fiebre me deja, veo la tele, dibujo, duermo… sueño cosas raras, intento hablar.

«¿Qué dirán los poetas sobre el invierno?». Si hay un gremio sensible, es el de los poetas. Ellos saben contar lo que el alma siente. Voy a Machado. «Canción del Invierno»:

(…)
cae la lluvia sucia de las nubes de plomo
Y la ciudad no sabe lo que le pasa, como
el pobre corazón no sabe lo que quiere

Luego, quizá para animarse un poco, cosa que agradecemos, Manuel abre una puerta a la esperanza.

Cerremos la ventana a este cielo de cobre.
Encendamos la lámpara en los propios altares…
y tengamos, en estas horas crepusculares,
una mujer al lado, en el hogar un leño

Buena idea. Mirar un tronco en la chimenea es de los espectáculos más previsibles, y al mismo tiempo magnéticos, que existen. Puedes estar horas y horas. Como pasó con las imágenes de la Infanta entrando en el juzgado de Palma. Solo eran trece pasos y una sonrisa de manual, pero las televisiones lo reprodujeron en bucle hasta la saciedad. Entraba, salía, entraba, salía… Y ahí estábamos viéndolo, como el tronco que arde. (Una buena metáfora para la monarquía, ¿no?). A pesar de los esfuerzos de Roca Junyent por venderlo como un gran día para la democracia, me parece que es el primer día (de verdad) de una cuenta atrás. Quizá no la sienten en el banquillo de los acusados, pero la desafección se ha acelerado y las consecuencias son imprevisibles. No quisiera estar en la piel del príncipe Felipe, auténtico aparejador de la reconstrucción borbónica.

Invierno. Crudo invierno. Hasta los temporales se han puesto al servicio de una puesta en escena dantesca. Olas gigantes, muelles arrasados, alerta roja… Ahora lo llamamos ciclogénesis explosiva, pero hace unos siglos se hubiera considerado un nuevo apocalipsis. El cielo cabreado acojona. Los vientos desatados dan escalofríos. «Dicen que va a hacer un viento terrible», nos recordaba un familiar el otro día. Yo di gracias a Dios por no llevar peluquín. Hubiera tenido que pegármelo a la cabeza con cinta de doble cara. Y ni por esas. Mudo y resfriado, acudo al foniatra. Me pregunta si fumo. «Sin mentiras». Luego me pone una cámara diminuta en la punta de un tubo metálico y la introduce por mi boca. Me agarra la lengua y me obliga a decir «sí». Digo: «iii». Veo mis propias cuerdas vocales, que tienen un aspecto genital femenino y me señala la dolencia. Hago como que lo entiendo, pero nunca entiendo lo que me dicen los médicos.

Invierno, crudo invierno. Actores cabreados en los Goya, ministro a la fuga… Lo mejor de todo es que sabemos exactamente cuándo termina el invierno. Ojalá pasara lo mismo con todo lo malo.

«El Berenjenal» en Interviú.

Esto del periodismo

Miércoles, 12 de febrero de 2014

No me considero periodista, aunque a veces pueda parecer remotamente que lo soy. Creo que lo mío es hablar  primero yo solo y luego con la gente. Me comporto como un anfitrión que invita a una serie de personas con algo que contar a su casa y todo eso se retransmite por televisión. A poder ser, bastante tarde por la noche. Mi trabajo es conseguir que hablen, me gusta crear un clima propicio y distendido. «Tú lo que eres, es un climatizador», me dijo una vez mi amigo y compañero de fatigas Xavi. Bueno. Me gusta bastante. Un climatizador crea confort, ¿no? Pues está bien, oye. Supongo que en verano, con el calor que hace en el plató, seré un aire acondicionado.

Que no sea periodista no quita que no me interese el gremio. Como consumidor (sufrido) y como vecino y amigo de periodistas. Me parece un gremio muy necesario y muy complicado a la vez. Siempre zarandeado por sus propios egos, por las tensiones que soportan y provocan, por la incomodidad que generan en los «afectados», o sea la gente que «es noticia», por las presiones y prebendas que marcan sus empresas editoras… ¡No veas! Si lo piensas bien, parece un milagro que todavía se editen periódicos. Por no hablar del combate a muerte papel vs. digital. Tienes que saber todo eso cuando te acercas a un medio de comunicación con el objetivo de informarte. Tienes que separar la opinión y la intención de los hechos en sí, tienes que cotejarlo con otros medios, tienes que recordar qué partido gobierna… Un currazo, vamos.

Los periodistas han visto muchas películas de periodistas. Por eso hacen cosas que a menudo parecen escritas por un guionista. Ahí está la imagen de Pedro Jota encaramándose a unos paquetes de folios para darse un homenaje el día que se va. Pedro Jota supo tocar la tecla de la épica y una cierta autoparodia y allí aguantó, y lo seguro es que hasta emocionó a más de un compañero. Estamos hablando del hombre que, con su contumaz perseverancia, ha tirado sal en los motores de todos los gobiernos y se ha agarrado a la tesis de que fue ETA la que voló aquellos malditos trenes. Eso, entre otras muchas cosas. No importa. Él ha sabido navegar y sobrevivir (escándalo privado aparte) y se ha plantado en el momento actual como un mártir del rajoísmo. Que te echen (teóricamente) siempre añade valor a tu currículum. Que te eche (teóricamente) Rajoy no deja de ser un milagro, conociendo la proverbial pasividad de Mariano. Se habla de una indemnización escandalosa pero, claro, a ver quién es el medio que lo saca. Los grandes gurús del periodismo siempre están a la greña, con el hacha de guerra en la boca. Yo creo que esos gurús (y sus acólitos) están más preocupados en contar cómo les gustaría que fueran las cosas. No es tan importante cómo son de verdad, porque usted y yo somos unos indocumentados a los que nos tienen que aleccionar poniéndolo todo en contextos a menudo enfermizos.

A mí, si me hacen escoger, me gusta mucho más Jordi Évole. Mi compañero de productora lo está bordando con su Salvados. Le conozco y sé que siempre busca la equidistancia, el contraste, el testimonio, la voz de la noticia. Un hombre con un equipo, cargado con la responsabilidad del éxito, que no hace otra cosa que espolearle cada semana. Un perfeccionista, eso es lo que es Jordi. ¿Tiene fallos? Pues claro, como todo el mundo. Estoy convencido de que si un día se sube encima de un paquete de folios (que lo dudo), dirá toda la verdad, no omitirá nada y se subirá con todo el equipo.

«El Berenjenal» en Interviú.

¿Qué culpa tienen las palomas?

Miércoles, 5 de febrero de 2014

Es que no me lo puedo quitar de la cabeza. Mira que uno está acostumbrado a manejar la actualidad, como el cocinero que va al mercado para decidir qué llevar a los fogones. Cada día pasan cientos de imágenes y textos por delante de nuestros ojos, pero lo de las palomas del Vaticano me dejó roto. Pasó un domingo (el día del Señor, en mayúsculas) después del Ángelus. El papa Francisco lanzó uno de sus mensajes/deseo, en esta ocasión dedicado a la conflictiva Ucrania. Pidió respeto y diálogo (algo que también nos vendría bien en España, ¿no?) y lo rubricó con un ejercicio de simbolismo marca de la casa: liberó dos palomas dando por sentado que el mundo entendería que se trataba de las palomas de la paz. Hasta aquí, todo bien. Lo duro vino después. Una escena que parece sacada del programaImpacto total, muy de desgracias inesperadas. Resulta que una gaviota primero y un cuervo después se abalanzaron sobre las pobres palomas, en un combate aéreo que, según algún rotativo, «se interpretó por los asistentes como una lucha entre el bien y el mal». ¡Toma ya! Se desconoce el desenlace, pero las fotos parecen del National Geographic. Mucho pico abierto, mucha pluma suelta y mucho giro brusco de las aves por encima de las cabezas de los feligreses que, como siempre, abarrotan la plaza de San Pedro. Casi se puede escuchar un «¡Oh!» en la plaza. Supongo que los teléfonos echarían humo. Tengo que mirar en Instagram.

Si buscábamos una metáfora, los pájaros vaticanos nos la pusieron en bandeja. Las palomas son los buenos, el cuervo son los malos, y la gaviota… Bueno, yo no quiero decir nada, pero hay un partido español que la tiene como símbolo en su logotipo, aunque siempre se apresuren a aclarar que se trata de un albatros. Es curioso cómo las palomas, en sí mismas, son animales de ciudad más o menos tolerados pero nunca queridos. Algunos las llaman las ratas del aire, y no son pocos los que sienten verdadera repulsión. Muchas ciudades protegen sus edificios con alambres para que no se posen y dejen sus regalos y, de vez en cuando, exterminan buena parte de la superpoblación porque las palomas, a ver, no tienen nada más que hacer. Pero, cuidado, las palomas blancas se salvan del asco general. Las de mago (otras sufridoras) y las de la paz, que son muchas y una sola, como en el caso de Papá Noel. Desde que Noé mandó una paloma tras el diluvio para comprobar si las aguas habían bajado (lo intentó con un mono, pero resultó imposible), y el bicho volvió con una rama de olivo, el símbolo quedó universalmente aceptado. Al menos, en la cultura judeo-cristiana. Estos días me he acordado de los cuervos que sobrevuelan París. Desde sus románticas buhardillas es fácil verlos posándose en las antenas (¿símbolo de la telebasura?). No quisiera relacionar lo del cuervo del Vaticano con la visita (por aquellas fechas, por cierto), del seductor Hollande al Papa de Roma. Una visita fría y sin entendimiento entre las dos partes. Mucho protocolo y nada en común. No quisiera pensar que Hollande trajo desde Francia un cuervo parisino y lo dejó olvidadotras la visita oficial. Igual parece una chorrada, pero seguro que Dan Brown ya lo ha pensado y ha escrito algo sobre el tema. Los símbolos tienen eso, que disparan la imaginación. ¿Qué culpa tendrán las palomas?

«El Berenjenal» en Interviú.

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