Lo mejor que me ha pasado en los últimos días ha sido comprobar, una vez más, la generosidad y la amistad desinteresada de uno de los hombres que más admiro: Karlos Arguiñano. El cocinero, con el que me une una bonita amistad, dijo en su programa que me echaba de menos, que volviera, que en estos tiempos jodidos hacía falta nuestro humor en televisión. Y, como siempre, lo dijo como si tal cosa, sin esperar nada a cambio, mientras iba tirando patatas cortadas a una sartén con aceite caliente. Me emocioné. Admiro mucho a Karlos, y todavía más desde que le conozco personalmente.
Todos buscamos que nos quieran. Todos necesitamos cariño, y ahora mucho más. Todos necesitamos que nos animen, que alguien abra una puerta de esperanza, que alguien detenga el rodillo diario de malos augurios repetitivos. Karlos (un elegido, sin duda) lo consigue, y el valor de sus ánimos, de su sabiduría de hombre común es incalculable. Más allá del rescate (que caerá sí o sí), necesitaríamos un ejército pacífico de Arguiñanos. Un escuadrón de hombres con gorro blanco, sonrisa, ese descreimiento gracioso, esas ganas de currar, de vivir y de que no le compliquen la vida los políticos, los banqueros y otras aves. Nos iría mucho mejor. Viviríamos más felices y mejor alimentados. Gracias, maestro.
«El Berenjenal» en Interviú.